Opinión

Alejandro González-Varas Ibáñez

Fratelli tutti y los derechos humanos

4 de diciembre de 2020

Toda encíclica es oportuna en su tiempo y da luces para caminar entre las sombras o incertidumbres que toda época trae consigo. Al fin y al cabo, el viento sopla donde quiere (Jn. 3,8) y pondrá de manifiesto el error del mundo (Jn. 16.8) y os iluminará para que podamos entender la verdad completa (Jn. 16.13). El caso de la Fratelli tutti es un ejemplo evidente de que esto es así. El análisis que realiza –sobre todo en las primeras páginas- de los tiempos que corren y la situación social, moral en que nos encontramos, es particularmente certera, como también lo son los remedios que propone en el conjunto del texto.

            Dentro los múltiples aspectos a los que podría sacarse un vivificador jugo, me han llamado particularmente la atención –tal vez por mi actividad profesional- las reflexiones que ofrece sobre los derechos fundamentales. De tan manidos que están, han acabado por perder buena parte de su significado, no porque hayan dejado de ser importantes –al contrario, serán siempre inveterados y radicalmente necesarios- sino porque se les ha ido vaciando de contenido. Resulta paradójico que estemos atravesando la época histórica en que más se habla de ellos pero, al mismo tiempo –y tal como indica la encíclica-, no son suficientemente universales. Ello se debe a que su base, que es la dignidad humana, no acaba de recibir el respeto que merece. Esto explica que siga habiendo distintas formas de injusticia, que se piense que unas vidas valen más que otras –nos lo demuestra la expansión del aborto y la eutanasia, entre otros ejemplos que podrían darse-, la  proliferación de violencia, o tratar a las personas como objetos.

            Parece, por tanto, que el relativismo y el consiguiente individualismo, han llegado también al terreno de los derechos humanos. Estos adquieren una dimensión global (se globalizan, podríamos decir) y en todas partes se habla de ellos e incluso se implementan verdaderos mecanismos de protección y garantía como son los tribunales internacionales. Pero, al mismo tiempo, han de caber tantos conceptos y fundamentos de los derechos fundamentales como surjan. Si, en este contexto, la verdad la crea para sí cada individuo y, en consecuencia, habrá tantas verdades como personas, se infiere que también han de existir tantas interpretaciones de los derechos fundamentales como personas. En definitiva –como es coherente con los planteamientos postmodernos y relativistas- se impone una interpretación individualista y libertaria de los derechos fundamentales que se traduce en que no son sino posibilidades para que cada persona haga lo que su libertad personal le dicte, sin más límite que la libertad de los demás. Se trata del concepto que elabora un individuo aislado y abstracto de la sociedad, centrado sobre sí mismo y totalmente autodeterminado.

Pero no se trata solo de una multiplicación de interpretaciones de los derechos sino, más allá de ello, se su propia creación. Desde las premisas descritas, se llega fácilmente a justificar que se reconozcan como derechos lo que no son más que sus simples aspiraciones, deseos, o conveniencias. Sin embargo, no debe descuidarse que, para que una determinada pretensión se convierta en un derecho –máxime si se pretende que de identifique incluso con un derecho humano- es preciso que aquella tenga un fundamento moral, que entronque con los valores con los que se identifica ese grupo social y que considera que son dignos de protección, y que sea acorde con la verdadera dignidad humana. El reconocimiento como derecho de cualquier conveniencia puede llegar a ocasionar la erosión del sistema de valores de una sociedad, pues significaría que dentro de ella todo es permisible y que los valores que la fundamentan no están lo suficientemente considerados o protegidos como para continuar siendo una base sólida. Los derechos, desgajados de su fundamento moral, pasan a concebirse como poderes que el individuo posee frente a los demás como consecuencia de una interpretación de la libertad como capacidad de decisión autónoma, no vinculada a instancia superior alguna.

El resultado final en el que convergen las posiciones anteriormente referidas y, en principio, antagónicas -universalidad e individualismo- se traduce en que los derechos humanos se extienden por el mundo en cuanto que sus nombres aparecen reconocidos en diferentes tipos de textos. Sin embargo, a partir de ahí, se consolida una tendencia a interpretarlos del modo que le permitan a la persona desarrollar en su nombre las conductas que desee para su beneficio y provecho personal, aunque puedan ser contrarias a lo que tradicionalmente se entendía que era el significado o contenido de tal derecho.

La pregunta es si, a pesar de ello, es aún posible encontrar un concepto común de los derechos fundamentales más allá de sus expresiones contingentes y dependientes de connotaciones culturales o interpretaciones individuales. La respuesta ha de ser necesariamente afirmativa, pues toda sociedad necesita un conjunto de valores sobre los que asentar su convivencia. En caso contrario tal grupo acabaría desintegrándose. Es necesario comprobar que los derechos humanos no aparecen por sí solos, sino que existen porque tienen una base o titular que es la persona humana. Por tanto, hasta que no se recupere el verdadero concepto de persona y su dignidad –en definitiva, que se le vea como lo que es: hijo de Dios-, de poco valdrá teorizar sobre lo que son estos derechos. El problema jurídico no se podrá resolver hasta que antes se sienten unas sólidas bases morales y antropológicas.

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