La educación ecológica sobre la que reflexionaba la semana anterior, no sé si de manera bien articulada, tiene unos objetivos concretos que podemos resumir así:
Parte del dato real y experimentable de que existe una relación directa entre la persona humana, la naturaleza y la sociedad que la habita. La naturaleza no es algo separado de nosotros o un mero marco de nuestra vida. Estamos incluidos en ella, somos parte de ella y estamos interpenetrados (Cfr. LS 139).
Debe fundamentar y razonar que la economía basada exclusivamente en la ganancia como único fin, que excluye y atropella a los más débiles y a la naturaleza, se constituye en ídolo que siembra destrucción y muerte (cf. EG 53-56).
Ha de ayudar a superar una mentalidad utilitarista que presenta a la naturaleza como mero recurso para satisfacer gustos y comodidades y que degrada a los seres humanos a la categoría de meros productores-consumidores, olvidando la dignidad de la persona humana y la necesidad de unas relaciones justas y respetuosas de todas las criaturas.
Esta educación presenta al individualismo como el principal debilitador de los vínculos comunitarios y solidarios que necesitamos ejercitar con el prójimo, la comunidad y la naturaleza.
Que presente el aspecto positivo del desarrollo tecnológico que ha traído grandes beneficios a la humanidad, pero, junto a ello, ponerlo en el centro de todo y sin ninguna relación con la ética ha llevado a ser un instrumento de posesión, dominio y manipulación (cf. LS 106) de la naturaleza y del ser humano. La tecnocracia -dominio de la técnica- no respeta la dignidad humana y abusa de la naturaleza, que nunca perdona lo que hacemos contra ella.
Cuando no se tiene en cuenta todo esto, el resultado es una pérdida del horizonte humanitario que transmite la lógica del usar y tirar (Cfr. LS 123). De esta forma se va creando e implantando la «cultura del descarte» (LS 22) que convierte a las personas en cosas y agrede la creación.
Todos estos principios generales nos deben llevar a concretarlos en actitudes personales y familiares que está a nuestro alcance vivirlas diariamente. Recojo dos bellas expresiones del Papa Francisco.
La primera: «una austeridad responsable, para la contemplación agradecida del mundo, para el cuidado de la fragilidad de los pobres y del ambiente» (LS 214). ¡Cuánto no necesitamos, cuánto debemos compartir, cuánto podemos contemplar de bello en la naturaleza y de injusto en las relaciones entre las personas, los pueblos y las naciones!
“En realidad, quienes disfrutan más y viven mejor cada momento son los que dejan de picotear aquí y allá, buscando siempre lo que no tienen, y experimentan lo que es valorar cada persona y cada cosa, aprenden a tomar contacto y saben gozar con lo más simple. Así son capaces de disminuir las necesidades insatisfechas y reducen el cansancio y la obsesión. Se puede necesitar poco y vivir mucho, sobre todo cuando se es capaz de desarrollar otros placeres y se encuentra satisfacción en los encuentros fraternos, en el servicio, en el despliegue de los carismas, en la música y el arte, en el contacto con la naturaleza, en la oración. La felicidad requiere saber limitar algunas necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida” (LS 223).
Y la segunda: feliz sobriedad, feliz austeridad. Ver felicidad en la sobriedad y en la austeridad sí que necesita un corazón convertido, nuevo.
“Ninguna persona puede madurar en una feliz sobriedad si no está en paz consigo mismo. Parte de una adecuada comprensión de la espiritualidad consiste en ampliar lo que entendemos por paz, que es mucho más que la ausencia de guerra. La paz interior de las personas tiene mucho que ver con el cuidado de la ecología y con el bien común, porque, auténticamente vivida, se refleja en un estilo de vida equilibrado unido a una capacidad de admiración que lleva a la profundidad de la vida. La naturaleza está llena de palabras de amor, pero ¿cómo podremos escucharlas en medio del ruido constante, de la distracción permanente y ansiosa, o del culto a la apariencia? Muchas personas experimentan un profundo desequilibrio que las mueve a hacer las cosas a toda velocidad para sentirse ocupadas, en una prisa constante que a su vez las lleva a atropellar todo lo que tienen a su alrededor. Esto tiene un impacto en el modo como se trata al ambiente. Una ecología integral implica dedicar algo de tiempo para recuperar la serena armonía con la creación, para reflexionar acerca de nuestro estilo de vida y nuestros ideales, para contemplar al Creador, que vive entre nosotros y en lo que nos rodea, cuya presencia no debe ser fabricada sino descubierta, develada” (LS 225).