Creo que todos lanzamos un suspiro de alivio cuando leemos alguna historia que trata sobre el fin de la esclavitud. Imaginar aquellos barcos llenos de negros, arrancados de su medio natural, viajando en condiciones infrahumanas, destinados a la venta para enriquecimiento de sus captores y tratados de modo indigno, como si no fueran personas. Fue una época triste en la historia de la humanidad y una alegría grande cuando fue declarada ilegal.
Pero ¿Ha desaparecido la esclavitud? Por desgracia, no. También hoy hay personas que se enriquecen con la esclavitud de otras, aunque de manera más sibilina. Tantas mujeres que son compradas y vendidas para esclavizarlas en la prostitución. Tantas personas, hombres y mujeres, esclavizados en trabajo forzoso, con salarios de miseria, incluso sin salario…. Mucho más ahora, sobre todo a los inmigrantes, que tienen que dejar sus países de origen a causa de las persecuciones, de las guerras o del hambre.
Estas son esclavitudes no elegidas, que nos vienen impuestas. Pero hay otras esclavitudes que elegimos nosotros mismos. Y son muchas. Pero voy a fijarme en una en concreto. Hace unos días tuve que viajar a Madrid y al regreso, mientras esperaba en la estación de Atocha, en lugar de leer como hago en otras ocasiones, me dediqué a observar a las personas. Creo que no exagero si digo que el 90 % de los que vi, iba pegado al móvil. Unos hablando, otros chateando. Una madre y una hija sentadas a mi lado, estaban descubriendo las bondades del móvil de una de ellas. Nadie se fijaba en nadie. Todos iban atentos a su teléfono. Normalmente, cuando voy a misa dejo el móvil en casa, porque me enfada mucho que en mitad de la celebración suene el de alguien ¡Y algunos incluso contestan! Sé que podría bajarle el sonido, pero así estoy segura que no he olvidado bajarlo. Y cuando pienso que hasta hace prácticamente cuatro días no existían estos aparatos y no nos hemos muerto, me pregunto si tenemos tanta necesidad de llevarlo siempre encima.
Estos días se está hablando mucho de los Reyes Magos y de la cantidad de regalos que van a recibir los niños. Comentaban en la radio que era mejor regalarles tiempo de disfrutar con ellos, que comprarles tantos regalos, que incluso, pueden llegar a aburrirlos. Pues bien, volvía yo de mi caminata diaria por el parque y me crucé con una familia de tres personas: el padre, la madre y un niño de unos 2/3 años. El niño pedaleaba en su triciclo y tanto el padre como la madre iban absortos manejando cada uno su móvil. Espero que no estuvieran hablando entre ellos mismos, porque ya sería de lo más absurdo. No pretendo ni me atrevo a juzgar y seguro que son unos padres excelentes, que dedican el tiempo suficiente a su hijo. Pero tengo que confesar que esa imagen me impactó y me llevó a pensar en las esclavitudes. Esas sibilinas que nos imponen las modas o tendencias como se dice ahora, pero que perfectamente podemos rechazar porque nadie nos obliga a asumirlas como propias. Mi maestra de primaria nos decía muchas veces cuando hacíamos todas lo mismo: “¿Dónde va Vicente? Donde va la gente”. Como aplicado a las personas sin criterio propio. ¡Ojalá aprendamos a no dejarnos esclavizar por lo que hacen los demás! Sobre todo, si no es bueno o correcto.