Opinión

Nerea Vigo Iglesias

Efluvios de un alma sibilina

El silencio de Dios

25 de abril de 2025

Soy partidaria de pensar que la vida no es sino otra cosa que la escucha activa de la melodía divina. Ésta no es física ni se dirige al mecanismo fisiológico de la escucha. Todo lo contrario: quien trate de escuchar a Dios a partir del cuerpo (y entiéndase por él nada más que el conglomerado efímero de partículas que nos yergue como seres físicos) no encontrará nada más que una entidad silente.

Porque Dios no pronuncia palabra alguna. Y sin embargo, nos llama y nos guía, pero no mediante palabras que tornan en ondas mecánicas sonoras. Porque si su lenguaje fuese el mismo que el nuestro, se confundiría con el ruido del mundo y entonces no sería Dios, sino un ente más de tantos que pueblan el mundo físico.

Que no se me malinterprete: con esto no quiero decir que la música física no sea tal. Tampoco que Dios no se manifieste valiéndose de ella. Hemos de diferenciar varios grados que en determinado momento abandonan el dominio físico, no pudiendo así nuestro cuerpo alcanzar los más altos acordes.

Cualquiera que toque un instrumento de viento sabe a lo que me refiero. Yo misma experimenté esta tendencia natural con la corneta: las primeras notas que el instrumento deja escapar son las graves. Son las que menos esfuerzo requieren, las que, de alguna manera, conectan con el mundanal ruido que nos circunda. Pero ¿y después? ¿Qué ocurre cuando ya somos capaces de armonizar la gravedad del mundo? Entonces sentimos la necesidad de ascender. Y no es fácil: o nos quedamos sin aire rápidamente (porque nuestra voluntad es aún débil) o la alcanzamos, excediéndola y tocando así un acorde caótico que nada tiene que ver con su ideal.

Un ejemplo de armonizador casi perfecto (porque perfecto sólo es Dios) es el músico de la Semana Santa. Ya sean diez o cien acordes los que se le presenten para ordenar, lo logra con una maestría envidiable que provoca que Jesús, sobre el paso, hable y con sus gestos revele una verdad que de otro modo habría permanecido oculta. Por eso decía antes que Dios no desdeña la música física. En casos como el anterior despliega parte de su Ser mediante el instrumental cofrade. Y suena, a veces hasta demasiado. Cuando nos percatamos de ese exceso es momento de acallar el instrumento, de aquietar el alma y escuchar lo que Dios ha de decir sin ningún tipo de intermediario.

Está tan infravalorado el silencio que no solemos comprender cómo las más bellas verdades sobre el mundo se muestran en él. Yo lo supe cuando procesioné en la Madrugá con el Gran Poder, siguiendo al Dios silente más vivo de la Semana Santa no sólo de España, sino del mundo entero. Ese Nazareno que no necesita más que un alma sedienta de Su presencia dice mucho sin pronunciar palabra alguna y toda música física tornaría insuficiente a la hora de articular cuanto tiene que mostrar. Luego música, sí, siempre: pero la física sólo como escalón hacia la metafísica, que ya no ruge sino que se articula en silencio. Y éste no es vacuo. Pero desentrañar su contenido es tarea de cada uno de los que ahora leéis estas líneas. Quien halle mudo silencio en Dios, que no desespere: antes o después comenzará a comprender Su particular modo de comunicarse. Y cuando comienza a escucharse, no se quiere atender a una melodía que no sea ésa, pues ninguna otra articula de modo más bello el devenir de quienes integramos una partitura infinita y virtuosa.

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