El “ritmo sin ritmo”, quizás sea algo esencial que he aprendido viviendo en Japón. El poeta Ovidio decía: “Lo que nace pronto, muere pronto”, y como decía un buen amigo “La mejor madera nace de los árboles que más lentamente crecen”. Viviendo la misión he aprendido otro ritmo de vida distinto del que yo imaginaba, la pausa de Dios, la pausa de cómo el idioma, la lengua, la cultura… se va encarnando en ti, va empapando tus sentidos a una velocidad sin Km/h. “Solo el que aprende a esperar es capaz de amar”, me dijo un sacerdote mexicano paseando por un parque de Maynooth en Irlanda. Quizás la capacidad de esperar sea el test de nuestra capacidad de amar.
Con San Juan de la Cruz decimos que de Dios sólo se cree aquello que se espera. Mucha paciencia hay que tener para vivir el proceso de inculturación. Aprender a esperar, y percibir que Dios confiadamente va educando nuestra paciencia y va transformando por dentro nuestras entrañas, es una experiencia que te marca y te cambia la vida. La paciencia de Dios salva al mundo, y la impaciencia del hombre lo destruye. ¡Cuánta prisa tenemos para vivir! ¡Cuántas cosas nos pasan desapercibidas!
Este ritmo sin ritmo va de la mano de algunas otras actitudes de las que el misionero se debe empapar bien:
1. Cuando eres “peregrino en tierra extranjera” los cinco sentidos se te agudizan mucho, se te abren inconscientemente, estás más receptivo a la realidad sin enterarte. Uno se siente como un niño cuando empieza a tener contacto con la nueva realidad: oír, ver, callar, empaparte, percibir lo real, contemplar, dejarte afectar por rostros que te interpelan sin comprender… Esta experiencia de ser y sentirte “esponja”. La esponja es frágil, flexible y débil, con una gran capacidad de absorción, de recibir… aunque la esponja también está desprotegida y expuesta a las manos de los seres humanos. Los orientales dicen que tenemos seis sentidos: el ojo, la vista, el tacto, el sabor, el gusto y la intuición. Quizás en nuestra vida hay que recuperar este sentirnos extraños, extranjeros, extrañados en nuestra propia cultura, familia, Iglesia… Para vivir abiertos a la sorpresa, a la misión y a la novedad del Espíritu, con los seis sentidos bien abiertos. “Quien sólo conoce su cultura, realmente no la conoce”. Esta actitud ante la vida, este talante de apertura sin prejuicios, va en relación con la capacidad de estar abierto a Dios y de dejarte sorprender por Él. Hay que redescubrir la ignorancia de ser creyentes. En lo esencial siempre somos principiantes.
2. Si no estás ABIERTO a la realidad y la miras de manera desconfiada te puedes llegar a perder lo mejor de la vida (la gratuidad); le cierras la oportunidad a la vida de que te sorprenda, de que se te revele en toda su profundidad. ¡Cuántos prejuicios culturales, eclesiales, vitales, psicológicos…llevamos en nuestra “mochila”! Y es normal, porque como decía Paul Ricoeur, “no podemos saltar nuestra propia sombra”. Todo lo miramos desde nuestro “eurocentrismo” estrecho, chato y calculador. En Japón me está tocando convivir con filipinos, coreanos, taiwaneses, chinos, latinos, japoneses…una gran riqueza interreligiosa e intercultural que te obliga a descalzarte, a dejar tus pre-comprensiones y pre-juicios acerca del otro a un lado, a quitar tus estereotipos eurocéntrico-occidentales y comprender lo profundo del otro, lo que hay detrás de las distintas formas y expresiones culturales. La apertura a la realidad va de la mano con la CONFIANZA. María Zambrano decía: “solo es posible relacionarse con el mundo a través de la confianza”.
Hay que reaccionar contra la falta de confianza que es uno de los problemas más críticos de nuestra sociedad y de nuestra Iglesia. La experiencia en Japón me está ayudando a crecer en esta confianza originaria para poder mirar las diferencias del otro como posibilidad.
3. Recuerdo una de las memorias de Santa Teresita de Lisieux que decía algo así: a veces en la vida vienen olas y circunstancias grandes y difíciles, pero muchas personas hacen frente a estas olas con valentía y fortaleza, y las olas acaban venciéndolas, arrollándolas y tirándolas al suelo; pero hay otras personas, que cuando vienen olas grandes, se acurrucan, se hacen pequeños, se hacen débiles…y las olas pasan de largo. Quizás esta memoria me la experiencia que viva cada día en Japón. Aprender a hacerse pequeño y pobre, aprender a callar para escuchar y dar paso al otro, aprender a no poder llevar la iniciativa en las conversaciones, aprender a captar el lenguaje no verbal tan importante para la comunicación, aprender a sentirte desprotegido y débil…son experiencias que te ayudan a descubrir que el camino de la debilidad es el camino del Evangelio.