Flash sobre el Evangelio del Domingo XIX del Tiempo Ordinario
Estoy intrigado. Lo último que me dijo Jesús el domingo pasado a propósito de su conversación con los judíos, después haberse negado a que lo proclamaran “rey”, fue que “la cosa no terminó ahí”. Hoy, el cura nos ha animado a ser buenos comensales de “la mesa de la Palabra de Dios” y escuchar con atención las lecturas. Me huelo que la tertulia va a estar animada, y nada más llegar he disparado: Jesús, ¿dónde terminó la cosa?
– No seas impaciente; cada cosa a su tiempo. Primero pedimos los cafés y me respondes a una pregunta -me ha dicho con una comprensiva sonrisa-. Qué te ha sugerido la primera lectura de la Misa de hoy?
La verdad es que escucho el Antiguo Testamento con atención, porque siempre dice cosas interesantes, pero no me esperaba esa pregunta. No obstante, he respondido sin pestañear:
– Me ha dado pena el pobre Elías; estaba tan acosado que prefería morirse; pero el Señor lo quería aún en este mundo y lo alimentó para que cobrara ánimo y siguiera profetizando.
– Y ¿eso no te ayuda a entender lo que el evangelista Juan escribió sobre las tensiones de los judíos conmigo (Jn 6, 41-51), que se han leído en la Misa de hoy?
– Ya veo por dónde vas -he respondido abriendo los ojos como platos-. Con un pan y un jarro de agua, el Señor fortaleció a Elías para que siguiera adelante; ahora nos quiere fortalecer a nosotros con tu persona, tal como dijiste: «Yo soy el pan bajado del cielo».
– ¡Bingo! -me ha dicho con una pizca de picardía-. Pero los judíos de mi tiempo se resistían a aceptarme, porque les parecía poco para ellos.
– Efectivamente, el evangelista recuerda que decían: «¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?»
– Y los descreídos de ahora dicen: ¿qué mito es ese de que en cada Eucaristía está Jesucristo real y verdaderamente presente? La Iglesia “hace” la Eucaristía desde el principio: unas veces con solemnidad, algunas a escondidas, otras en un pequeño pueblo de las montañas o con un devoto grupo de monjes y monjas, y casi siempre con gente corriente, que tiene fe, aunque a veces ‘se le vaya el santo al cielo’ y se distraiga. Y en cada Eucaristía estoy yo como alimento para el camino, como “viático” para seguir adelante a pesar de los obstáculos que cada día os salen al paso. Los judíos no creían porque conocían a mi familia terrena, la familia de un pobre artesano; pensaban que el Mesías debía tener un ancestro con brillo y poder. Algunos modernos no creen porque, seguros de saberlo todo, piensan que sólo es real lo que ellos pueden controlar, medir y pesar. Unos y otros se quedan sin este pan “que da vida”.
Mientras lo escuchaba me he quedado embobado y el último sorbo de café se ha enfriado, pero no pasa nada; sólo he acertado a balbucir:
– Es que, si uno es consciente de que tú estás realmente en el pan eucarístico, no te atreves a tomarlo, porque siempre te reconoces indigno.
– ¿No decís antes de comulgar: «no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme»? Si un oficial romano tuvo tanta fe como para decirme esto, cuando me pidió que sanara a su criado, ¿no podéis imitarlo, vosotros, que sabéis de mí mucho más que él? Mi vicario Francisco ha dicho algo así: que comulgáis no porque seáis santos, sino para
llegar a serlo.
– Pues habrá que hacerle caso -he dicho mientras pedía la cuenta-.