Las estaciones del año me recuerdan a las etapas de la vida. La primavera evoca mi infancia y el inicio de una vida en la que todo era novedoso y excitante; el verano lo relaciono con la energía de mi juventud y la intensidad de la madurez. Cuando llega el otoño, es como si la vida iniciara su declive, emprendiera un viaje de despedida y se desprendiera de lo que resulta innecesario. Así, las hojas que se aferran a los árboles, pero que poco a poco van despeñándose contra el suelo, me sirven para representar estos elementos superfluos que se despegan sin remedio y que nos preparan para afrontar el camino hacia el invierno ligeros de equipaje.
El otoño es la estación de la melancolía, de la nostalgia por el verano pasado y el temor por el inminente invierno de la muerte. La Solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos que se sitúan en medio del otoño, acentúan esta nostalgia y nos impulsan a reflexionar sobre el sentido de nuestra existencia, sobre el interrogante que nos plantea el dolor, el sufrimiento y la muerte.
Por eso, el otoño nos recuerda que, aunque estemos en la primavera o el verano de nuestra vida, el invierno llegará y disponemos de poco tiempo para preparar la llegada de esa temible estación.
Por tanto, como las doncellas que esperaban la llegada del novio para celebrar su banquete de bodas, así debemos preparar la llegada del invierno, de la muerte. Convencidos de que ese invierno no resultará insoportable si pensamos que es preludio de una nueva primavera en la que hemos sido invitados a una fiesta eterna.
Mientras llega el día de la boda, el otoño nos prepara para estar vigilantes, para empezar a morir para así Vivir y ser libres. San Pablo dice que, si vivís según la carne, moriréis; Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis (Rm. 8,13)
Mortificar nuestro cuerpo no es una práctica rancia, sino que en ello nos va la vida. El mundo nos propone justamente lo contrario: complacer todas nuestras apetencias, nuestros deseos, sean estos cuales fueren. Esta es nuestra disyuntiva vital: ¿aceptamos morir a nosotros mismos para encontrar la verdadera Vida o evitamos a toda costa nuestra mortificación porque entendemos que eso supondría la aniquilación de nuestro ser y la nada?
En uno de estos días otoñales, meditaba que existe algo más trágico que el dolor y la muerte: la falta de sentido para afrontarlas. La cruz que se dibuja en la mayoría de sepulturas de nuestros seres queridos nos recuerda que es ella, por encima de cualquier otro signo, la que ilumina y concede sentido a nuestra vida, la que nos abre la puerta del cielo y se presenta como “lecho de amor, donde nos ha desposado el Señor”.
Como afirmaba San Juan Pablo II en su libro El Umbral de la Esperanza «Si no hubiera existido esa agonía en la Cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar».
Por tanto, encontrar un sentido «para explicar el invierno», para discernir el sentido del sufrimiento, el dolor y la muerte ha de ser tarea de todo hombre y una responsabilidad de los que somos padres hacia nuestros hijos.
En ocasiones, pensamos que no debemos entrometernos en la libertad de nuestros hijos, sino que deben ser ellos los que tienen que decidir en lo que creen y cómo quieren actuar en su vida. Ciertamente, esto será siempre así. Los padres podremos persuadir a nuestros hijos, influir para formar sus conciencias en lo que, para nosotros, es el camino, la verdad y la vida. Pero serán ellos, finalmente, quienes opten libremente por tomar una vía u otra.
Lo que pienso que debemos dejar claro a nuestros hijos es que esa libertad no es un valor absoluto y que debe ser bien enfocada. Vivimos una época en que la palabra libertad se ha reverenciado de tal manera que se ha convertido en un talismán categórico que se identifica plenamente con “hacer lo que nos da la gana”, con la arbitrariedad, el antojo o el capricho.
Es la verdad, sin embargo, la que nos hace libres (Jn. 8,32). Negar que la verdad existe y se hace perceptible para el hombre, equivale a sustraer a sus opciones libres toda orientación razonable. Porque existe la verdad y porque el ser humano está hecho para encontrarla en libertad responsable, es posible igualmente asentar la vida personal y colectiva en un conjunto de certezas sobre el ser y el sentido de la vida y actuar del hombre (Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal Española sobre la conciencia cristiana ante la actual situación moral de nuestra sociedad, 1990).
Efectivamente, la libertad no es hacer lo que a uno le venga en gana. No podemos reducirla a una frívola aprobación por la persona. Esto supondría que para la libertad sería indiferente la elección entre el bien y el mal. Sin embargo, la libertad solo es íntegra cuando persigue el bien. Cuando la libertad opta por el mal, podremos seguir considerándola “libertad”, pero se trataría de una libertad «un poco esclavizada», enfermiza. El hombre que escoge el mal en uso de su libertad está abusando de la misma, está siendo seducido por un engaño y, creyendo que actúa siendo libre, acaba por proceder como un esclavo.
Escuché a un obispo decir que, frente al «hago lo que me da la gana», habría que decir a nuestros hijos: «es tu gana, la que te tiene esclavizado y te impide ser libre».
San Pablo nos recuerda que “Para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5,1). Es decir, nuestra libertad ha necesitado ser liberada, ha precisado ser rescatada de las seducciones y los engaños. Una vez redimida, empieza la auténtica libertad.