El Adviento es tiempo propicio para las declaraciones laicistas. La presencia de símbolos religiosos en el espacio público, especialmente los belenes o representaciones del nacimiento de Jesús, suelen generar manifestaciones en contra de la misma, apelando a la laicidad del Estado y a su debida neutralidad en el espacio público.
Tal vez sea cierto que, en la sociedad española, la laicidad ha venido para quedarse. Pero el problema radica no sólo en discernir qué tipo de laicidad es la que se propugna desde determinados ámbitos sociales y culturales, sino que se nos pretenda vender por laico lo laicista; es decir, dar gato por liebre. Sobre todo, cuando los creyentes, en una especie de laicidad autoasumida, admitimos ese discurso referencial resultando incapaces de aportar argumentos racionales ante problemas que podríamos considerar de ética natural.
La aconfesionalidad o legítima laicidad del Estado no está en contraste con el mensaje cristiano. Más bien tiene una deuda con él, ha recordado Benedicto XVI. Es propio del mensaje cristiano la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (Mt 22,21), es decir, entre el Estado y la Iglesia; y, en consecuencia, reconoce la autonomía de las realidades temporales, por cuanto “las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente» (D. C. Gaudium et Spes).
Esta distinción de ámbitos, el temporal y el espiritual, se encuentra en el origen del reconocimiento de la libertad religiosa en el Estado moderno. Y así es como una correcta laicidad del Estado constituye el presupuesto necesario para el respeto de la libertad religiosa de sus ciudadanos. El Estado verdaderamente laico es aquel que, como recuerda Ollero Tassara, asume que convivirá sin problemas en el ámbito de lo público con el factor religioso, al igual que con otros factores sociales, sin ver por ello amenazado su poder.
No obstante hoy, por laicidad, en su concepción más radical, pero también la más extendida, se entiende la exclusión de la religión de los diversos ámbitos de la sociedad y su confín en el ámbito de la conciencia individual y de las sacristías. Y así es como las actuaciones de los poderes públicos surgidas de este planteamiento no sólo implican el rechazo del papel público del factor religioso, sino que excluyen también el compromiso con la tradición religiosa de Europa.
Sin embargo, esta concepción laicista supone una suerte de doble infracción de la libertad religiosa de los ciudadanos en cuanto que creyentes, y que como tales hemos de denunciar. Por una parte, se niega al creyente la condición de ciudadano pleno, pues éste, para poder legitimar su actuación pública en un Estado laico, debe desnudarse de sus convicciones personales, so pena de ser acusado de constituir una especie de “longa manus” al servicio de una potencia extranjera.
Por otra parte, al presentar el espacio público ausente de toda presencia religiosa como el lugar en el que creyentes y no creyentes podemos encontrarnos en el horizonte de un Estado verdaderamente neutral, nos propone sin embargo el modelo propio de una de las posiciones confrontadas, la laicista y, de esta forma, tiene ganado el debate desde el principio, al mostrarnos como laico o neutral lo que no es sino laicista o neutralizador. El problema radica, entonces, cuando los creyentes, en ese laicismo autoasumido, admitimos sin más la solución propuesta y caemos en la trampa. Compramos, porque nos lo venden, el gato por la liebre.
De ahí que no debamos perder de vista que si la laicidad positiva consiste en que los poderes públicos tengan en cuenta las creencias presentes en la sociedad española, sin embargo esta laicidad, como advierte Ollero Tassara, “está sometida a una inevitable condición: que los propios creyentes no se autoconvenzan a priori de que las suyas, por misteriosas razones que no compete al Estado descifrar, no deben ser tenidas en cuenta”.
Este debería ser nuestro compromiso como laicos, trabajar por una laicidad positiva que reconozca el lugar que corresponde en la vida humana, individual y social al factor religioso, porque de lo contrario, será el laicismo el que acabará determinando las reglas del juego sobre la premisa de la hostilidad contra cualquier forma de presencia social y cultural de la religión.