Opinión

José Manuel Murgoitio

El huésped inquietante

29 de diciembre de 2020

El transhumanismo, uno de los ideales antropológicos del denominado N.O.M. (Nuevo Orden Mundial), sostiene la posibilidad y obligatoriedad moral de mejorar las capacidades físicas, intelectuales y psíquicas del ser humano mediante las nuevas tecnologías, sin renunciar a la eugenesia, con la finalidad de eliminar todos los aspectos indeseables de la condición humana. Se trata de un ser humano mejorado física, cognitiva, moral y emocionalmente por medio de la tecnología, que necesitará, en mayor o menor medida, también una sociedad transhumana. Y como el Derecho es consustancial a la vida en sociedad («ubi societas ibi ius»), serán precisos igualmente unos derechos transhumanos que sustenten el entramado legal de la misma.

Esta nueva ideología reduce el ser humano a su cuerpo, a sus conexiones neuronales y, como era de suponer, elimina radicalmente cualquier atisbo de transcendencia. Nieta de la Ilustración y heredera de su encadenante inmanencia, se presenta en la actualidad como una fórmula de progreso social y adalid de la libertad. Para ello, anuda el progreso del ser humano a su libertad, entendida ésta como mera independencia. De este modo, para alcanzar sus postulados, se hará preciso liberar a los hijos de sus padres, al hombre de la mujer o viceversa, al ser humano de su cuerpo, al sexo biológico de la identidad, a los abuelos de sus hijos, a los enfermos de su familia y, especialmente, al hombre de Dios.

Se es libre en la medida que se es independiente. Y el culmen de esa libertad es un nuevo hombre liberado de las cadenas de la tradición judeocristiana que le impiden ser feliz y desarrollarse ilimitadamente. Por ello, el transhumanismo necesita derrumbar lo verdaderamente humano para sustituirlo por un humanismo desencarnado, sin horizonte ético, desprovisto de todo atisbo de esperanza y ajeno a toda referencia moral o a un orden natural objetivo. La persona se sustituye así por el individuo y sus deseos, como ha puesto de relieve G. Puppinck, por fuente legitimadora de sus derechos individuales: a disponer del propio cuerpo, a morir voluntariamente, a abortar el desarrollo in utero de un niño, a practicar la eutanasia a terceros, al derecho al hijo, a la gestación subrogada, al sexo sentido, etc. En suma, como señala el autor, un conjunto de derechos que ofrecen al individuo la libertad de negar su propia naturaleza.

Por ello Dios es un grave obstáculo en su camino. De ahí que para lograr sus metas sea preciso combatir las certezas, los «lugares creíbles» que la Iglesia, en su servicio a la causa del hombre, ofrece y pone a disposición de aquel poniéndolas bajo sospecha.

Y aquí interviene el padre del transhumanismo, que no es otro que ese maestro de la incertidumbre, el huésped inquietante que vino para quedarse y orear la cultura postmoderna, haciendo tambalear aquellos «lugares creíbles» como la familia y la escuela, impidiendo a ésta especialmente anudar instrucción y educación mediante una ley, por ejemplo como la LOMLOE, que restringe la oferta de una educación en valores que funden realmente la persona y den sentido a su existencia. Ya lo denunció Benedicto XVI al indicar que el nihilismo, junto al relativismo, «impregnan el actual contexto social y cultural, impidiendo encontrar puntos de referencia seguros, especialmente en el campo de la educación» (Discurso a los administradores del Lacio, 2008).

De ahí que, en el combate cultural en favor de la causa del hombre, la educación católica (escuela y universidad) esté llamada a desempeñar un papel crucial. Su respuesta debe ser el anuncio de Dios a través de una acción educativa ordinaria entendida no como un mero producto sino como resultado de un proceso de maduración personal. Por eso yerra en su misión eclesial una escuela y una universidad obsesionada por una instrucción que deje de lado la formación integral de la persona desde el horizonte de la antropología cristiana, que es parte irrenunciable de la transmisión de la fe en su ámbito, «porque en Jesucristo se realiza el proyecto de una vida lograda; como enseña el Concilio Vaticano II, “quien sigue a Cristo, el hombre perfecto, se convierte también él en hombre” [Gaudium et spes, 41]» (Benedicto XVI. Discurso a la plenaria del episcopado italiano, 2010).

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