Que con otros granitos forman el inmenso e impresionante desierto o la belleza de una duna.
O la gota de agua que, unida a otras gotas, hace el mar o amplía el cauce del río que nació escondido entre rocas o entre pequeños arbustos.
O el grano que no hace granero, pero ayuda al compañero.
Imágenes, afirmaciones, refranes simples y sencillos, sin duda, pero de profundo significado. Sencillo, pero profundo: estamos hechos, si queremos vivir humanamente, para la comunión y la solidaridad.
Esta gran y sencilla verdad se encarna en el día a día de cada uno de nosotros. En nuestra vida a pie de calle.
Esta filosofía de lo insignificante nos hace grandes a todos. Lo pequeño insignificante unido a otros pequeños insignificantes hace algo grande en la sociedad y en cada uno de nosotros. La sociedad se humaniza y nuestra vida se llena de sentido. Y deja huella.
El granito de bondad que estamos llamados a ser cada uno, no existirá si yo no lo soy, si tú no lo eres. Nadie puede sustituirnos. Somos únicos. Por eso, habrá un poco menos de bondad en nuestro mundo si yo no aporto mi granito de bondad.
(Y, si soy un granito de maldad, aumentará la maldad en el mundo. Claro. También podemos ser ese granito de arena mala que forma parte de la maldad que también existe a nuestro alrededor. Simplemente lo recuerdo. Y se cierra el paréntesis).
Cada uno de nosotros, los que vivimos a pie de calle, somos poca cosa. Algo insignificante, repito. Pero nuestros pequeños detalles de bondad son imprescindibles para que la vida se haga llevadera. Se haga bella, más bella. No solo soportable.
Toda esta teoría me la decía de modo mucho más sencillo una persona amiga y mayor, anciana: “Mira, después de tantos años de vida, he llegado a la conclusión que el mejor camino en la vida no es otro que el de intentar ser mejor persona el tiempo que te queda”. Sabiduría se llama esta afirmación. Cumplirla es constatar que es verdad.
Ser mejor persona el tiempo que te queda, es decir, toda la vida, se concreta en pequeños gestos. Pequeños gestos que pueden perderse con un ritmo de vida centrada en el tener, en la apariencia, en el aislamiento, en el yo, en el lavarse las manos ante la realidad, en el ‘yo no tengo la culpa’…
Pequeños gestos como una sonrisa; o ser más comprensivo con los demás; o escuchar atenta y cariñosamente a quien te habla; o decir ‘buenos días’, ‘buenas noches’ aunque no te contesten; o perdonar a quien crees que te ha ofendido (esto puede ser algo no tan insignificante, ¿verdad?); o no dejar en ridículo a nadie; o intentar comprender el mal genio de una persona; o decir ‘gracias’ con una sonrisa, aunque no parezca necesario; o visitar a quien sabes que está solo; o comentar cualquier buena noticia por pequeña que sea (los medios de comunicación, en general, ya se encargan de comunicarnos con detalle las malas); o ver el lado bueno de las cosas y decirlo; o animar al que lo necesita; o… Interminables las posibilidades.
Y esta insignificancia de lo pequeño unida a otra insignificancia se convierte en desiertos inmensos de bondad, en ríos caudalosos de esperanza, en graneros rebosantes de frutos sanos. Y nuestro entorno será más acogedor, más familiar, más humano, más bello y con más color y calor de esperanza.
Sí, el grano que no hace granero, pero ayuda al compañero… a hacer granero. Y si el grano es de buen trigo, de buen amor, de sencillas obras de bondad… será un granero de vida abundante. Vida que todos podremos disfrutar con la alegría de que hemos contribuido a que este granero de bondd exista y sea habitable para todos y con todos.