Flash sobre el Evangelio del Domingo XXXI del Tiempo Ordinario
Al escuchar el evangelio de hoy (Mc 12, 28-34), me ha sonado a impertinencia la pregunta del escriba sobre qué mandamiento es el primero. No sé como le sentó a Jesús, pero pronto voy a saberlo, ya que le veo en la puerta de la cafetería y se lo pregunto enseguida.
– Parece que estás en ascuas -me ha dicho antes de saludarnos-. Se te ve en la cara.
– No sé disimular la impaciencia, ¿qué voy a hacer? -he confesado abiertamente. Pero, dime: ¿no te pareció una impertinencia la pregunta del escriba?
– Pues, verás; en esta ocasión, no. Me la hicieron tiempo atrás los fariseos, después de que tapé la boca a los saduceos, y me molestó porque traían una intención aviesa; pero este escriba era sensato y no tenía mala intención, solo estaba perplejo ante la multitud de preceptos que sus colegas imponían a la gente, y quería saber cuál de ellos era indispensable.
Mientras hablábamos, ya nos habíamos hecho con una mesa y con sendos cafés que desprendían un aroma apetitoso.
– Y tú le respondiste con lo que él y todo israelita sabía de memoria porque era el Shemá o profesión de fe, que los judíos recitaban a diario: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser». ¿Qué esperaba aquel escriba? -he añadido como dando la caída-.
– Sí, pero puntualicé: «El segundo es “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos». Mi vicario ha dado a esta puntualización el ingenioso nombre de “gran protocolo” -ha dicho sonriendo y tomando un sorbo de café-.
– Lo he leído en alguna parte, pero ahora mismo no recuerdo…
– Lo ha escrito en su exhortación sobre la santidad; después de explicar las bienaventuranzas, ha llamado la atención sobre el protocolo que, tal como dice Francisco, utilizaré en el juicio final: «lo que hicisteis a uno de éstos, mis pequeños hermanos, a mí me lo hicisteis». Y no le falta razón, porque con esas palabras no solo hice una llamada a la caridad, sino que también escribí “una página de cristología”, que ilumina el misterio de mi persona.
– ¿Qué quieres decir con esa página de cristología? -le he preguntado cándidamente-.
– Pues que en los pobres y en los que sufren se manifiesta mi persona, mi corazón y mis sentimientos; por eso, quien se decida a acogerme en su vida ha de optar por los pobres. Mi vicario añade que es preciso acoger esa llamada “sine glossa”, como decía Francisco de Asís, es decir, sin comentario, sin elucubraciones y excusas que le quiten fuerza, porque la misericordia es el corazón palpitante de mi evangelio, es la buena noticia que quise anunciar al mundo.
– Resulta un poco fuerte, ¿no? -he dicho como queriendo quitar hierro-.
– ¿Lo ves? Tú mismo tratas de hacer digerible mi llamada. Te recuerdo que a finales del siglo II san Ireneo de Lyon ya dijo que la gloria de Dios consiste en que el hombre tenga vida, y doce siglos después santo Tomás de Aquino afirmó que lo que mejor manifiesta nuestro amor a Dios son las obras de misericordia, y en los últimos años mi Iglesia ha hablado de la opción preferencial por los pobres… Por eso, dije a aquel escriba, que concluyó reconociendo que amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios: «no estás lejos de Reino de Dios». Así que paga y aplícate el cuento… -ha dicho a modo de despedida-.