Aunque no tenga ninguna relación objetiva, el comienzo del Tiempo Ordinario (segunda parte) en el Año Litúrgico Católico, después de la solemnidad de Pentecostés, me ha hecho pensar en el cansancio de los buenos. También un artículo de María de la Válgoma[1].
Después de las grandes fiestas (la lejana Navidad y la celebrada el domingo pasado, Pentecostés), hemos retomado el Tiempo Ordinario que interrumpimos al comienzo de Cuaresma. Fuera de algunas celebraciones importantes no dominicales (p.e. Asunción de la Virgen, 15 agosto) y bastantes fiestas patronales, no encontraremos ningún tiempo litúrgico ‘fuerte’ hasta el próximo Adviento.
Las celebraciones religiosas con muchos participantes ya han pasado. Especialmente la popular y masiva Semana Santa hasta el Viernes Santo. Mezcla de tradición, de localismos, de cierto sentimentalismo y de fe.
Los sentimientos humano-religiosos han cedido el paso a la actitud normal del resto del año. Vuelta a la vida en la que la celebración creyente no ocupa mucho lugar ni tiempo. No quiero decir que seamos buenos por participar en la celebración religiosa. Aunque ayuda, y no poco. Sin celebración, la fe se va muriendo. Lo palpamos a nuestro alrededor más cercano y no tan cercano.
Lo que nos hace ’buenos’ es la vida. Pero podemos cansarnos de ‘ser buenos’, sobre todo cuando vamos olvidando la celebración de la fe. No me refiero a la rutina religiosa de celebraciones sin fe o sin alma (estas debemos olvidarlas y convertirlas) o para llenar un tiempo en el que no tengo nada que hacer. La fe se va olvidando si no la celebramos o la celebramos mal, sin vida, por costumbre.
Y, si olvidamos llevar la fe a la vida, también la fe se va perdiendo, evaporando, muriendo.
Como se va perdiendo la solidaridad y la capacidad de ayuda al otro cuando se va dejando la práctica de estas actuaciones. Actuaciones que tienen su origen en la compasión. Cuando se padece-con, se le echa una mano, o las dos, al que las necesita… Pero, cuando llega ‘la fatiga de la compasión’, se olvida la necesidad de estar y actuar con el que padece.
La fatiga de la compasión nos lleva a la sequedad humana que nos incapacita para ver y sentir las dificultades, carencias, necesidades del otro. Así llegamos al cansancio y silencio de los ‘buenos’ o de los que nos creemos buenos. Lo peor que le puede suceder a este mundo y a cada uno de los que callamos; el silencio culpable que llega a la autojustificación.
“Cuando reflexionemos sobre nuestro siglo XX, no nos parecerán lo más grave las fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas”, nos recriminó hace muchos años Martin Luther King.
O el escandaloso juicio de que ‘malos’ siempre son los otros. Lo de ver la ‘mota’ en el ojo ajeno y no la ´viga` en el propio (Cfr Lc 6,41-42).
O lo de Bertolt Brecht en positivo: “El regalo más grande que le puedes dar a los demás es el ejemplo de tu propia vida”.
Y en negativo:
“Primero se llevaron a los judíos,
pero como yo no era judío, no me importó.
Después se llevaron a los comunistas,
pero como yo no era comunista, tampoco me importó.
Luego se llevaron a los obreros,
pero como yo no era obrero, tampoco me importó.
Mas tarde se llevaron a los intelectuales,
pero como yo no era intelectual, tampoco me importó.
Después siguieron con los curas,
pero como yo no era cura, tampoco me importó.
Ahora vienen por mí, pero es demasiado tarde”.
El silencio de los cansados de su propia vida y de la de los demás. El silencio de los corderos.
[1] LA FATIGA DE LA COMPASIÓN. Rev. Vida Nueva. 4-10 mayo 2024. Nº 3363, pág. 50. En este artículo me inspiro.