Opinión

José Manuel Murgoitio

Educar ante los falsos profetas

14 de febrero de 2018

Como es habitual, las palabras del Papa Francisco con ocasión del Mensaje para la Cuaresma de 2018 no nos pueden dejar indiferentes. Ante este tiempo de gracia que es la Cuaresma, el Papa nos previene de los falsos profetas, “que pretenden engañarnos hasta amenazar con apagar la caridad en nuestros corazones”.
No pierde por ello ocasión el Papa para denunciar, especialmente, la oferta de esos falsos profetas a los jóvenes de nuestros días que, en el marco de un consumismo descarnado, ofrecen “soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que, sin embargo, resultan ser completamente inútiles”; y por ellos, con dolor, clama: “¡cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y tirar», de ganancias fáciles, pero deshonestas! ¡Cuántos se dejan cautivar por una vida completamente virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas, pero que después resultan dramáticamente sin sentido!”.
El papa denuncia, con lucidez, un estado de cosas en las que se pretende que nuestros jóvenes, convertidos en meros consumidores y sin referencias morales objetivas, pierdan contacto con el conjunto de referencias sociales y de comportamiento que les orienten hacia una vida marcada “por todo lo que es bello, bueno y verdadero”, como ha recordado Benedicto XVI.
De ahí que, en los momentos actuales, recobre especial importancia la educación. Una educación que sea capaz de hacer frente a la cultura del presente, que urge a reinventarse constantemente. De un consumismo que, “como una inagotable sucesión de renaceres, se hace en nombre de la búsqueda de lo auténtico, de ser uno mismo a cada momento”, como nos recuerda Z. Bauman.
Y la educación también puede ser una forma de consumismo, especialmente cuando ésta se constituye en mera instrucción y no en verdadera enseñanza. De ahí que los falsos profetas prefieran considerar la educación como un producto y no como un proceso (Edward D. Myers, 1960). Y por ello, la educación, al ser considerada como un mero producto, pasa a ser una cosa que, simplemente, “se consigue” como instrumento de ascenso en la jerarquía social. Por eso, como también nos ha recordado Benedicto XVI, “la educación tiende a reducirse a la transmisión de determinadas habilidades sociales o capacidades de hacer, mientras se busca satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolas de objetos de consumo y de gratificaciones efímeras”.
Hubo un tiempo en que la educación tenía valor en la medida que ofrecía conocimientos de carácter duradero. Pero ahora, impulsados por ese consumismo radical, propio de nuestra modernidad líquida, nos describe Z. Bauman, “las posesiones verdaderas, los productos que, (como la educación), uno compraba una vez y ya no reemplazaba nunca más, han perdido todo su encanto; porque cualquier compromiso a largo plazo, la responsabilidad de asumir una responsabilidad para toda la vida”, se rechaza con desdén.
De ahí la necesidad de una auténtica educación, en la que tiene su empeño la escuela católica. Porque el deber educativo es parte integrante de la misión de la Iglesia. Una educación en la escuela que, junto a las familias y como señaló el propio Papa Francisco en su E. A. Amoris Laetitia (n. 261), trate de “generar más bien espacios que de dominar tiempos”. Que fortalezca a las nuevas generaciones para enfrentarse a los desafíos de los falsos profetas de nuestra sociedad. Que promueva en los alumnos “procesos de maduración de su libertad, de capacitación, de crecimiento integral, del cultivo de la auténtica autonomía. Solo así podrán tener los elementos que necesitan para saber defenderse y para actuar con inteligencia y astucia en las circunstancias difíciles”.

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