Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del III Domingo de Pascua
En este tercer domingo de Pascua, hemos escuchado el relato de una tercera aparición de Jesús: a Pedro con algunos de sus socios en la orilla del lago de Tiberíades, que narra el evangelista Juan. Jesús les esperaba en la orilla con unas brasas preparadas, pero no habían pescado nada después de pasar toda la noche faenando (Jn 21, 1-19). El párroco nos ha hecho notar que las tres apariciones tuvieron lugar en el contexto de una comida. No es de extrañar que Pedro se apoyara en este detalle para dar fuerza a su testimonio cuando dijo: «Comimos y bebimos con él después de resucitar de entre los muertos». Esto daría para más de un café…
– Pues empieza ya -me ha dicho Jesús, adivinando mis pensamientos-.
– Para empezar como Dios manda deberíamos haber invitado a Pedro y alguno de sus socios para que nos contasen de primera mano la sorpresa que les produjo tu aparición -he dicho apesadumbrado-.
– Deja al Padre tranquilo, que no se ocupa de mandar tonterías -me ha dicho, mientras recogíamos los cafés y nos sentábamos-. ¿Es que querías llenar esta cafetería de pescadores?
– Bueno, seguro que hubiera sorprendido a los habituales, y hubiera sido una buena baza para llamar la atención de los que “pasan” de ti y de tu Evangelio…, aunque reconozco que era un poco complicado movilizar a todo el grupo para una tertulia tan breve como la de nuestros cafés -he añadido con aire de disculpa-.
– Olvídate de que llamar la atención es lo que convierte el corazón -me ha dicho poniendo amigablemente su mano en mi brazo-. Antes es preciso tenerlo disponible para que mi Espíritu lo transforme. ¿Recuerdas que en la primera lectura de este domingo se cuenta que los jefes prohibieron que se hablase de mí, a pesar de los signos que los apóstoles hacían (Hch 5, 27-41)? Se lo prohibieron y los ultrajaron.
– Ya; pero no me negarás que de algo sirvió aquella pesca tan abundante, después de que tus discípulos se hubieran pasado la noche faenando en balde. Fue la segunda vez que utilizaste este recurso para convencerlos -he dicho con la seguridad de que le había desbaratado el argumento-.
– A ver si nos aclaramos -me ha respondido después de tomar un sorbo de café-. Los “signos” no son inútiles para la evangelización. Yo utilicé unos cuantos que narran los evangelios, sobre todo el de Juan. Sirven para afianzar los caminos que se van abriendo en el corazón. Pero son poco útiles cuando uno ha decidido que no quiere ver. ¿Qué pasó con la curación del ciego de nacimiento o con la resurrección de Lázaro? Los fariseos llegaron a negar que aquél hubiese sido ciego, y los jefes del Sanedrín decidieron eliminarme e incluso eliminar a Lázaro porque mucha gente me seguía por lo que había hecho con el ciego y con Lázaro. Por eso les dije: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: ‘Vemos’, vuestro pecado permanece». Ya ves; la conversión requiere una mente y un corazón libres de prejuicios, abiertos a que se introduzca la novedad de Dios en vuestras vidas…
– ¿De modo que con esas pescas milagrosas sólo pretendías confirmar la decisión de seguirte que tus discípulos ya habían dejado brotar en su corazón?
– ¿Te parece poco? No digas ‘sólo’. El Espíritu labora incansable en vuestros corazones y va preparándoos para acogerme abiertamente. Los “signos” son como el empujón definitivo para creer. Por eso, los necesita mi Iglesia siempre y más en tiempos de increencia y sequía espiritual. Pero hay algo que los “signos” no pueden dar: que uno ‘vea’ si se empeñar en cerrar los ojos a la luz -ha dicho iniciando el camino hacia la calle-.