Hace unos días se publicaba en un medio de comunicación que tres de cada cuatro alumnos necesitados de apoyo específico estudian en colegios públicos. El momento en el que se publica la noticia no es casual. Se acerca la apertura de los procesos de escolarización de los niños que se incorporan por ver primera a los colegios y las familias comienzan a considerar la elección del mismo.
Así es. Si el curso pasado las noticas las acaparaban las aulas suprimidas en la escuela concertada, católica para más señas, este año, dejando de lado las nuevas aulas que se van a suprimir como consecuencia de la decisión del curso pasado, la noticia se va a centrar en el número de alumnos acneaes (alumnos con necesidades específicas de apoyo educativo) que se escolarizan en cada una de las dos redes de centros educativos y su equilibrada distribución entre ambas.
Sí. Porque la Administración ha puesto el foco en esta cuestión. Y aprovechando la luz puesta sobre el tema, me surgen dos reflexiones. Una externa a la propia escuela católica y otra interna.
La externa, me lleva a denunciar la hipocresía de aquellos que lanzan soflamas contra la escuela concertada católica por no escolarizar a más alumnos acneaes y sin embargo no están dispuestos a defender igualmente la adecuada dotación de ésta, de tal modo que cuente con los recursos necesarios, materiales y personales, para hacer frente a las necesidades de estos alumnos. Por lo tanto, no basta con pretender el adecuado equilibrio en la distribución de este tipo de alumnos si no se defiende al mismo tiempo el adecuado equilibrio en la distribución de los recursos necesarios para su atención.
La interna, me lleva a reafirmar, una vez más, nuestro compromiso con este tipo de alumnado, fieles a nuestra misión. Como nos recordó Juan Pablo II, “la persona de cada uno, en sus necesidades materiales y espirituales, es el centro del magisterio de Jesús; por esto el fin de la escuela católica es la promoción de la persona humana”. De ahí que el signo de Dios en la escuela católica se haga presente en una concepción personalizadora de la educación. Por eso, lo relevante no debe ser el conjunto de conocimientos que nuestros alumnos lleguen a adquirir tras el paso por nuestros centros, sino el efecto que esos conocimientos pueden llegar a tener en la construcción de su propia personalidad. Una personalidad que les permita ser dueños y guías de sí mismos.
Por esta razón, casi deberíamos ver a todos y cada uno de nuestros alumnos como alumnos necesitados de atención educativa especial. Porque todos y cada uno de ellos tiene necesidades específicas según su propia situación personal y familiar. Unos más y otros menos. Pero todos requieren de nuestra atención, sólo que algunos deben ser atendidos de modo especial, con mayores recursos que al resto.
Por eso es importante llamar a nuestros alumnos por su nombre. Sacarlos del anonimato propio de aquella educación que sólo ve en los alumnos meros ciudadanos. Y cuando digo por su nombre, quiero decir que detrás de su nombre está el conocimiento de sus auténticas necesidades personales y específicas. Es decir, la persona de cada uno, con sus necesidades materiales y espirituales.
Y por ello tal vez deberíamos tener presente la actuación de Jesús con Zaqueo. Cuando, a la entrada de Jericó, camino de Jerusalén, cerca de aquel árbol en el que estaba encaramado Zaqueo, lo llama por su nombre. Y lo saca del anonimato. Aquel hombre, como nos recuerda Francisco, “pequeño de estatura, rechazado por todos y distante de Jesús, que estaba como perdido en el anonimato”, pero con el que Jesús hace un claro gesto de salvación. Todo un ejemplo.