Ya estamos en plena campaña electoral y son muchas las cuestiones que despertarán en nosotros emociones y sentimientos incluso de ira, ya que muchas de ellas van a tocar aspectos fundamentales de nuestra fe y de la doctrina social de la Iglesia.
Muchos de los políticos las utilizarán sin rubor y sin cuidar del escándalo que puedan provocar, sin tener en cuenta que cuestiones tan delicadas serán tratadas desde la pura ideología, cuando son aspectos que pertenecen a ámbitos de la experiencia, de la realidad personal, de la dignidad de la persona y de la intimidad de la vida.
Como cristianos y como Iglesia tendremos la tentación de responder a ese escándalo con los medios propios de este mundo, a golpe también de legislación o contralegislación, demandando con vehemencia respuestas contundentes.
Estos días han saltado a los medios de comunicación noticias que demandan cambios legislativos en relación al derecho a decidir sobre la vida en determinadas situaciones. Ante ellas y otras muchas situaciones me gustaría centrarme desde una perspectiva, sé que podría haber otras.
Estoy convencido de que toda persona está a favor de la vida. Yo la defiendo desde su concepción y hasta su final, empeñado en que pueda vivirse con toda su dignidad en cualquier circunstancia a lo largo de los años. Pero lo único que puedo hacer ante las situaciones personales concretas de dolor y sufrimiento, es acompañar en silencio el misterio que en cada corazón acontece, evitando el juicio. Silencio y respeto. Acompañando con la esperanza de que resurja la intuición suficiente para que la vida supere al dolor, la dificultad o la impotencia.
“Vayan y cuéntenle a Juan lo que ustedes están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y una Buena Nueva llega a los pobres. ¡Y dichoso quien no se escandalice de mí!” (Mt. 11, 2-11).
Los contemporáneos de Jesús esperaban un rey temporal, un rey que resolviese sus problemas a golpe de decretos o leyes, con policías y palacios. Sin embargo, les vino el Mesías que actuó desde abajo, con el pueblo, acompañando a los humildes y realizando sólo signos de lo que sería el Reino. ¡Qué no nos escandalice una Iglesia humilde que espera, que trabaja desde abajo con los últimos, con los que sufren y padecen, con los oprimidos, con los que se equivocan o cometen errores!
El Papa Francisco, el día 13 de noviembre de 2017, en la homilía de la Misa matutina celebrada en la Capilla de Santa Marta, advertía del peligro de escándalo a los propios cristianos.
«Cuántos cristianos —constató el Pontífice— alejan a la gente con su ejemplo, con su incoherencia: la incoherencia de los cristianos es una de las armas más fáciles que tiene el diablo para debilitar al Pueblo de Dios y para alejar al Pueblo de Dios del Señor. Decir una cosa y hacer otra. Eso que Jesús decía al pueblo sobre los doctores de ley: “Haced lo que ellos dicen, no hagáis lo que hacen”».
«Pero esto, creo, para hoy será suficiente para preguntarnos, cada uno de nosotros: ¿escandalizo como cristiano, como cristiana, como pastor? ¿Escandalizo? ¿Hiero la vulnerabilidad de mi pueblo? ¿En vez de atraer al pueblo, de hacerlo uno, de hacerlo feliz, de dar la paz, la consolación, lo expulso porque yo me siento un pastor “señor” o me siento un cristiano más importante que tú?».
Después estas reflexiones, creo que necesito muchas dosis de humildad y de silencio, de respeto, y sobre todo coherencia de vida para no provocar escándalo en los demás. Y como actitud ante situaciones de sufrimiento, sobrecogerme ante el misterio de sus corazones donde el llanto, dolor y vida tejen un mismo lienzo.