Queridos diocesanos:
La esperanza cristiana no se desarrolla al margen de las diversas experiencias humanas, sino a través de ellas. Por eso, es importante favorecer aquello que puede permitir el crecimiento de una verdadera esperanza y luchar contra lo que puede ahogarla. ¿Cómo hacer crecer la esperanza en las personas? ¿Cómo ayudarnos mutuamente a crecer en esperanza humana y cristiana?
Despertar la confianza. Para vivir, la persona necesita un clima básico de confianza en la vida, en el futuro, en el mundo que le rodea. Cultivar la angustia, el recelo o la inseguridad, es siempre dificultar la esperanza. Al contrario, promover la confianza y desarrollar una mirada positiva hacia la vida siempre es favorecer la esperanza.
En este sentido, no es malo cultivar un sano optimismo, que no es ingenuidad ni olvido de los problemas y dificultades, sino una actitud positiva que permite ver la situación del modo más favorable, sin dejarse agobiar por los aspectos negativos y sombríos exclusivamente.
Es también positivo para crear confianza saber motivar a las personas, ayudándolas a encontrar estímulos que las impulsen a actuar, crecer, emprender nuevas tareas y proponerse nuevas metas.. Así dice la primera carta de Pedro: “Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido” (1 Ped 4, 10). Toda gracia que recibimos se puede convertir en gracia para los demás. Podemos ser “evangelio”, buena noticia, algo bueno para los demás. Se trata de vivir, actuar y ser de tal manera que sea una suerte encontrarse con nosotros.
Tal vez, hemos de empezar por no hacerle a nadie la vida más difícil y dura de lo que ya es. Que la vida sea mejor, más humana, más llevadera allí donde yo esté, donde yo actúe, hable o me mueva. No contaminar todavía más el ambiente con mi pesimismo, amargura o mediocridad. No envenenar el entorno con mis actuaciones rencorosas, mi resentimiento o mi egoísmo mezquino. Al contrario, saber crear allí por donde yo pase un clima donde sea más posible la esperanza.
No olvidar que la bondad de Dios se manifiesta, sobre todo, a través de la bondad de los hombres. Con nuestra acogida, amistad y amor estamos llamados a mostrar que la vida, a pesar de todo, es buena, porque en el interior mismo de la existencia, dando sentido último a todo, hay un Dios que nos acoge. Cada uno podemos ser un pequeño signo, una pequeña prueba de se Dios de la esperanza.
El desarrollo de una actitud positiva. La persona sin esperanza tiende a adoptar una actitud negativa. A veces la persona entera se ha hecho negativa. Su mirada, su inteligencia, sus sentimientos, su actitud. Esa persona necesita introducir en su vida una mirada diferente, una valoración y un aprecio positivo de las personas, las cosas y los acontecimientos. Necesita encontrarse con personas que vivan positivamente y sepan apreciar y mirar la vida con ojos más confiados. La persona que vive hundida por un problema grave, tiende a vivirlo todo desde ese problema. Eso es lo que colorea de negro su vida entera.
Es aquí donde el creyente puede ayudar a sanar la desesperanza: “Nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que lo aman” (Rom 8, 28). Nuestra vida no es ajena a Dios. No hay ningún sufrimiento o fracaso, ninguna soledad, traición o pecado, cerrado al amor o la gracia de Dios. En la vida siempre hay salida. “Él ha dicho: “nunca te dejaré solo, nunca te abandonaré” (Dt 31, 6). Por eso podemos decir confiados: “El Señor está conmigo, no temo: ¿qué podrá hacerme el hombre?” (Sal 118, 6. El que vive desde la fe en Dios, siempre está escuchando en lo más íntimo de su ser: “Hay esperanza para tu futuro” (Jr 31, 17).
La mutua acogida, fuente de esperanza. Las personas que saben acoger, siembran esperanza a su alrededor. Cuando acogemos a una persona, la estamos liberando del peso de la soledad, la estamos acompañando, y, en esa misma medida, le estamos infundiendo fuerzas para vivir.
Es una tarea hoy ofrecer acogida y refugio a tantas personas desconcertadas, indefensas o desvalidas. La esperanza es más fácil donde se promueve una cultura de la acogida. Esta acogida no es cuestión de técnicas o destrezas aprendidas. Es una manera de ser, de vivir, de no pasar de largo ante quien nos necesita.
La comprensión y el ofrecimiento de futuro. La verdadera acogida implica una actitud de comprensión, esa capacidad de acercarse al otro no desde una postura condenatoria, sino desde la empatía. Tal vez, hemos de empezar por no despreciar a nadie, ni siquiera interiormente. No condenar precipitadamente y con ligereza. Saber comprender. Con la mirada condenatoria podemos obstaculizar y destruir el nacimiento de la esperanza. El que vive de la esperanza cristiana, no anticipa nunca el juicio definitivo: “No juzguéis nada antes de tiempo, esperad a que llegue el Señor: el sacará a la luz lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los motivos del corazón” (1 Cor 4, 5).
Podemos crear entre todos un clima irrespirable. Nuestra incomprensión, nuestras interpretaciones torcidas y nuestra mirada maliciosa, pueden hacer más difícil la esperanza. Hemos de recordar siempre la advertencia de Pablo: “Todo es limpio para los limpios; en cambio, para los sucios y faltos de fe nada hay limpio: hasta la mente y la conciencia la tienen sucia. Hacen profesión de conocer a Dios, pero con sus acciones lo desmienten, por esa detestable obstinación que los incapacita para cualquier acción buena (Tit 1, 15).
No hemos de olvidar que las personas concretas, lo que necesitan, muchas veces, no es nuestra crítica, sino fuerza para cambiar. No basta criticar despiadadamente desde la distancia insolidaria; es necesario preguntarme qué puedo hacer yo para humanizar la vida. “Palabras dañosas no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno, así hará bien a los que lo oyen” (Ef 4, 29).
Con mi afecto y bendición,
+ Vicente Jiménez Zamora
Arzobispo de Zaragoza