Opinión

Raúl Gavín

Conversaciones de altura

8 de octubre de 2020

Hace algunos días me topé con una frase de santa Teresa de Jesús que dice así: “Hermanas, o hablar de Dios o no hablar, que en casa de Teresa esta ciencia se profesa”. Por lo poético de la sentencia la retuve sin dificultad en mi cabeza y me ha servido para meditar durante días sobre lo importante que resulta que nuestras conversaciones y las de nuestros hijos tengan enjundia. Y, al contrario, cuando tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor calla (Pedro Calderón De La Barca).

Que ningún lector interprete que me parece mal conversar sobre deporte, sobre moda o sobre gastronomía. Lo que quiero resaltar es que conviene reflexionar a menudo de qué se habla en nuestra casa, de qué se habla en casa de Teresa. Porque el hombre, por el hecho de serlo, está llamado a vivir y actuar como tal. A diferencia de los animales, ha sido creado con la capacidad de filosofar, de interrogarse y reflexionar sobre las cuestiones trascendentes. Resulta inquietante que, a menudo, despreciemos semejante potencial y que dediquemos la mayoría de nuestras conversaciones a cuestiones frívolas e intrascendentes. Obrar así es como ser un avión supersónico capaz de alcanzar una velocidad que sobrepase la barrera del sonido y no utilizarlo para volar rápido sino tan solo para circular a 30 km por hora por la ciudad. ¡Desaprovechado avión, pensaríamos!

Los padres debemos ser controladores aéreos de nuestros hijos y vigilar si nuestras queridas aeronaves vuelan como corresponde o si se arrastran por el suelo incapaces de despegar. Y como mejor vamos a hacerlo, como ocurre siempre, es con nuestro ejemplo. Los hijos observan nuestras conversaciones y nuestras frases más comunes; e inconscientemente las replican en otros entornos y circunstancias. Si, por ejemplo, empezamos a chismorrear en la casa sobre la ropa que lleva el vecino del quinto, su profesión, sus compañías o sus aficiones; si continuamos analizando cómo su hija puede estudiar en el extranjero siendo que con el sueldo que percibe su padre es imposible que le alcance; y si terminamos por sentenciar que el susodicho vecino es un pésimo administrador del patrimonio familiar además de un golfo de dudosa reputación, nuestros hijos asumirán naturalmente el hábito del cotilleo y lo trasladarán a sus entornos habituales.

De la misma manera, transmitimos a nuestros hijos la herencia de nuestros anhelos y nuestras obsesiones. Si nuestro deseo más ardoroso es acumular dinero, comprar una casa más grande o un coche más potente, nuestros hijos replicarán a su medida idénticas ilusiones. Por ejemplo, comprar ropa de marca o adquirir el móvil de última generación.

Los padres no terminamos nuestra misión trayendo hijos al mundo. La fecundidad del amor conyugal no puede reducirse a la sola procreación de los hijos. Nos corresponde llevarlos a la madurez y acompañarlos para que sean hombres y mujeres íntegros que fijen su mirada en aquellas cosas imperecederas que son las que conceden valor auténtico a cada persona. La paternidad debe extenderse principalmente a su educación moral y a su formación espiritual. Nuestra paternidad será incompleta si solo atendemos a cuerpos sin alma, si únicamente nos preocupamos del bienestar material de nuestros hijos sin atender a sus valores morales.

No debería ser algo extraordinario conversar entre los esposos y entre estos y sus hijos sobre aspectos específicos del hombre como puede ser la vocación a la que nos vemos llamados, la enfermedad, el sentido de la muerte, el destino final de nuestras vidas, la pobreza, la injusticia o el misterio del mal.

En las Confesiones de San Agustín hay un fragmento que se conoce como el Coloquio de Ostia (un puerto cercano a Roma) en el que el santo y su madre, santa Mónica, iniciaron una conversación apoyados sobre una ventana. Y este diálogo resultó ser el último lance de la vida de Mónica. Así lo escribió el santo:

“Estando ya inminente el día en que había de salir de esta vida –que tú, Señor, conocías, y nosotros ignorábamos– sucedió que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación”.

“Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir, nos preguntábamos los dos, delante de la verdad presente que eres Tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió”.

“Abríamos anhelosos los labios de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente –de la fuente de vida que está en Ti– para que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún modo una idea de algo tan grande”.

He traído a estas líneas este emotivo pasaje porque, en definitiva, padres e hijos solo buscamos una cosa en nuestra vida: alcanzar la felicidad. Tenemos una sed infinita de felicidad que no podemos colmar en nuestra vida porque en este mundo nos acompañan realidades finitas y por tanto limitadas. Conversemos con ellos sobre estas cosas sublimes y ayudemos a nuestros hijos a mirar hacia lo alto trazando líneas verticales en su existencia.

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