Opinión

Jesús Moreno

A pie de calle

Construir el futuro

24 de julio de 2024

            ¡Bendita casualidad! Mis dos últimas colaboraciones trataron sobre la esperanza: ESPERANZA: RESISTIR Y CREAR y CULTIVAR LA ESPERANZA.

            Y el 7 de julio, primer domingo del mes, pudimos leer estas palabras: “Este es el papel de la Iglesia, implicar en la esperanza, porque sin ella se administra el presente, pero no se construye el futuro”.

            Es una afirmación para interiorizar, para hacerla propia cada persona que la escuchemos atentamente. Y para ‘trabajarla’.

            Frente a la esperanza se encuentra “la indiferencia, y la indiferencia es un cáncer de la democracia”. Y de la vida, añadiría yo, intuyendo que quien pronunció esa frase, también incluiría ‘la vida’ sin dudarlo. Porque es una frase del Papa Francisco. La indiferencia es el cáncer de la falta de esperanza. Sin esperanza no hay vida que pueda llamarse vida.

            “La indiferencia no constituye una situación intermedia entre el creyente y el ateo, sino la forma más radical del alejamiento de Dios” (Juan Martín Velasco). “Al indiferente, Dios no le interesa para nada. No ‘pierde’ un minuto en plantearse la cuestión de Dios. No merece la pena. El asunto de la existencia de Dios está ya sepultado para él” (Obispo Juan Mª Uriarte).

            La indiferencia, sí, nos aleja de Dios. De modo radical. Pero también, y de modo quizás más visible, de los demás, especialmente de los que más sufren en la vida. En cualquier aspecto de la vida.

            No tiene, entonces, nada de sorprendente que se nos diga, que se nos recuerde, que el ‘papel de la Iglesia’, la MISIÓN de la Iglesia, es ’implicar en la esperanza’ para que todo siga avanzando hacia el bien común universal.

            Sin la esperanza ”se administra el presente”. Y el presente que no necesita la esperanza es el presente de los bien instalados, de los bien situados. ¿Tú y yo?

            Por el contrario, “Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa”. (S. Pablo VI. Evangelii nuntiandi, 14)

            Esta “identidad más profunda” de la Iglesia es que “ella existe para evangelizar”: predicar y enseñar, canal de la gracia, reconciliar, Eucaristía. Por tanto, para transmitir y actualizar la esperanza. Predicar. Enseñar. Gracia. Reconciliar. Eucaristía. Todo, canales de esperanza. La Iglesia existe para ser esperanza, para animar la esperanza de la humanidad.

            Solo con la esperanza comprometida, encarnada, se construye el futuro. Una esperanza ‘implicada’.

Una esperanza que sabe que nada existe que la obligue a rendirse o resignarse, pues a la experiencia histórica de los pequeños triunfos sobre el mal, se suma la promesa firme de la victoria final, de la llegada de todo lo bueno, sano y santo por lo que trabajamos.

“La esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio’’ (C. Vaticano II. Gaudium et Spes, 21). La esperanza que no se ‘encarna’ en la vida, que no trabaja la vida, no es esperanza.

Hay un “sector de nuestra Iglesia que, ante el mundo actual y sus riesgos, tiene miedo: el miedo crece cuando escasea la esperanza, o bien la esperanza escasea cuando crecen los miedos. Se buscan seguridades en actitudes neotradicionales porque ha enfermado la esperanza, pues, aunque el postconcilio vaticano fuera un tiempo de promesas y entusiasmos, con el paso de los años quedó claro que la renovación de la Iglesia no puede llevarse a cabo sin un alto coste de riesgo, responsabilidad y sufrimiento. El miedo a la novedad hace que se cambie la esperanza por la nostalgia” (Ramón Armengol. Embajador de España. VIDA NUEVA, nº 2637. 22-28 noviembre 2008, pág. 35).

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