Si algún lector se había entusiasmado con el encabezamiento que he propuesto para este artículo y, movido por la curiosidad, se disponía a conocer cuáles serán estas revelaciones que este autor pretendía confesar, siento desilusionarle. Las confesiones a las que me refiero son el título de una de las obras más famosas de Aurelio Agustín, universalmente conocido como San Agustín.
Quiero escribir sobre este libro porque es uno de los que me ha acompañado continuamente desde que cierto sacerdote agustino me incitó hace años a que lo leyera por vez primera.
-¿Te dices cristiano y no has leído “Las Confesiones”? – Me dijo provocándome– ¡Pues vaya cristiano eres! ¡No te puedes llamar cristiano sin conocer este libro!
Afortunadamente para mí, sucumbí al desafío de aquel querido fraile y, desde aquella primera lectura, el Santo nacido en Tagaste, me viene acompañando e iluminando continuamente con sus escritos en mi recorrido por el espinoso sendero de la vida.
La pasada semana extraje algunas citas de esta extraordinaria obra, que compruebo plenamente vigentes para esta generación y que, a nosotros, los padres, nos pueden resultar de incalculable ayuda al relacionarnos en nuestra familia, especialmente con nuestros hijos más mayores.
En uno de los primeros capítulos del libro, Agustín hace una confesión sublime de sus más escondidos sentimientos cuando era un libertino adolescente:
“…buscaba en mí, en las cosas y en los demás sólo mi satisfacción y mi provecho; y caía luego en el error, en la confusión y en el dolor, porque no buscaba a Quien me hizo y me dio todas las cosas…”
Me maravilla cómo Agustín es capaz de condensar en dos líneas cuál era su drama existencial y, por extensión, cuál es la tragedia más profunda que padece todo hombre.
Porque, no nos engañemos, la raíz del sufrimiento del hombre no reside en la falta de salud, en la precariedad laboral o en los apuros económicos. Lo que frustra existencialmente al hombre es que, creyendo que será feliz, si se gratifica a sí mismo y se sirve de las personas y las cosas que le rodean para su interés, lo que encuentra finalmente es el dolor y la angustia.
Vivir para uno mismo es morir estando vivo. San Pablo no dudaba de que esta afirmación es cierta porque, antes que S.Agustín, ya advertía el Apóstol de los gentiles que Cristo murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí mismos (2Cor, 5,15).
¿Has pensado cuántas veces le has dicho a tu hijo que estudie para labrarse un porvenir, que se cuide para tener salud, que ahorre para que no le falte de nada en el futuro? ¿Cuántas, por el contrario, le has precavido para que no busque en sí mismo, en las cosas y en las personas su propia satisfacción y provecho?
El mismo Agustín reprochaba a su padre que, siendo él adolescente, “no se hubiera preocupado lo más mínimo de que fuera o no casto sino tan solo de que fuera culto, aunque su alma quedara no solo inculta sino desierta de todo bien verdadero.”
Los padres velamos porque nuestros hijos adquieran conocimientos que les faciliten su progreso social y profesional cuando alcancen la edad adulta. Invertimos nuestro tiempo y nuestro dinero con este fin pensando que esta es la mejor herencia que podemos dejarles.
Todo lo dicho es importante, claro está. Es, sin duda una de las principales tareas que me preocupan como padre; pero, siendo esto mucho, no lo es todo. No es lo más importante. Nuestros hijos merecen de sus padres algo mucho más sublime. Nuestro cuidado ha de alcanzar las cuotas interiores de nuestros hijos, ha de llegar hasta lo más íntimo de su corazón. Hemos de denunciar “la sordera que provoca el ruido de sus propias cadenas” porque no hay mayor esclavo que el que vive para sí mismo, el que se sirve de cuanto le rodea para su provecho personal.
Deseo para mis hijos que rompan con esas cadenas y que alcancen la libertad. Pero no la que presenta el mundo, que consiste en hacer lo que a uno le place en cada momento. Anhelo para ellos la verdadera libertad, la que proviene de “Quien me hizo y me dio todas las cosas…”
Muchos jóvenes experimentan como Agustín: “un gran tedio de vivir y, a la vez, un terrible miedo a la muerte” y se avergüenzan entre sus amigos de “parecer menos desvergonzados que ellos cuando se ufanan de sus desvergüenzas, más por el deseo de ser alabados y admirados que por el placer que encuentran en sus torpezas”. Por no ser menos ¡cuántos no “se hacen más viciosos e incluso cuando no han hecho nada que merezca la pena, se lo inventan y mienten para no parecer inocentes y castos!”
Con frecuencia, somos tentados a dejarnos arrastrar por las doctrinas imperantes y, sin darnos cuenta, sacrificamos nuestra integridad con la intención de alcanzar el éxito en nuestra profesión o en nuestras relaciones personales. En ocasiones, las personas virtuosas son las últimas en llegar a las cumbres que escalan los que se alían con el príncipe de este mundo; pero esto es así, porque los santos ascienden un camino distinto, un estrecho sendero al que le espera también una meta incomparable.
Recorrer ese particular camino implica detenerse continuamente y examinar nuestra vida para proclamar con el salmista: “Examíname, Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos. Ve si hay en mí camino de perversidad y guíame en el camino eterno” (Sal. 139,23-24).