Con la vuelta de las vacaciones se abre de nuevo el curso escolar para muchos y para todos la vuelta a la normalidad y a unas ciertas rutinas que facilitan mucho la vida. Dentro de estas rutinas estará para algunos la de volver a cuidar de su mascota, tal vez dejada en una residencia canina durante su ausencia.
Hasta ahí todo normal y muy loable.
El problema está en considerarlos sustitutos de las personas y tratarlos como tales.
Los animales de compañía son eso: animales y de compañía. Por eso da auténtica pena escuchar hablar de ellos como si fueran hijos.
Y este fenómeno va en aumento: tener perros en lugar de hijos y considerar, ingenuamente, que nos van a dar el mismo «cariño» y satisfacción que las personas.
Hay quien tildará estas afirmaciones de exageradas, pero no lo son.
En un reciente viaje al norte de Italia con mi familia, nos alojamos en un edificio donde todos los vecinos tenían perro y solo dos familias, niños. En los rellanos de las escaleras, todo estaba preparado para ellos: bebederos, comederos, etc.
No sé hacia donde va esta sociedad, lo que si sé es que solo las personas son capaces de darnos amor desde la libertad.
Los animales no tienen la libertad de la respuesta. Actúan por instinto. Nos reciben alegres y saltan porque saben que les tratamos bien, les damos de comer…,pero no porque nos quieran.
El papa Francisco se ha referido a esta cuestión en varias ocasiones como uno de los pecados de este siglo y se ha referido con el vocablo «animalismo». Nos alerta de dos cosas: no dar el amor que se debe a las personas a los animales y no gastar cantidades ingentes en su cuidado cuando tantos seres humanos en el mundo carecen de lo esencial.
Como todo en esta vida, tiene que estar en su justa medida. Pero para un cristiano es, además, un tema moral.