Esta mañana me ha llamado la atención ver tan pocas personas por la calle. Son tiempos recios, diría Teresa (la de Ávila), pero esa sensación de soledad, de desierto en nuestras ciudades me ha dado frío. Y he tenido la necesidad de un abrazo cálido.
Al cruzar el puente romano he querido acercarme a aquel hombre de nombre impronunciable, que año tras año y todos los días nos saluda mientras ofrece su vaso buscando unas monedas. “Hoy te traigo un cortado calentito”, y nos dábamos la mano. Pero hoy mi hombre tampoco estaba.
Llego a mi punto de destino y hay una mampara, más frío en el alma: ¿de dónde saco yo un abrazo? ¿O un apretón de manos…?
Tuve la oportunidad, única desde marzo, de acompañar a los hombres presos en una de nuestras cárceles, para la celebración de la eucaristía el día de la Patrona, María de la Merced, y al terminar un tropel de hombres se me echaron al cuello con sus brazos abiertos. ¡Qué sensación de calor, de cariño, de vida!
Los custodios de su salud y de la mía los alejaron, pero pude ver en sus ojos el cariño, la necesidad de calor, de sentirse vivos y miembros de la sociedad, de la calle.
¿Qué será de nuestros abrazos?
¡Ojalá no se nos olvide abrazar, acoger, sonreír, saludar de cualquier modo!
Como miembros de la Iglesia nuestras vidas tienen que llevar calor, sonrisas, manos tendidas, esperanza, porque Jesús de Nazaret es nuestro modelo y Él siempre tendió la mano, dio aliento, fe y amor.
Nuestra vida no puede refugiarse tras una mascarilla porque disfrutamos del abrazo de Dios a todos los hombres y los abrazos son cuatro brazos, no pueden quedarse en dos.
Tras una mascarilla hay una persona que sonríe, pregunta, consuela y acompaña con el calor de la fe, la esperanza y el amor que recibe del Padre. Nuestros abrazos no son “los abrazos rotos” sino calor, ganas de hoy y de mañana.