Jesús nos anunció que “por sus frutos los conoceréis” y, mientras el mundo se seculariza a pasos agigantados, los santuarios marianos florecen en medio del desierto vocacional y la fuerte descristianización. Así ocurre con la Basílica de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza. Conozco muchos convecinos de esta ciudad a quienes el único vínculo que les mantiene ligados a Cristo y a su Iglesia es la Virgen del Pilar. Abandonaron hace años la liturgia dominical, no recuerdan su última confesión y, sin embargo, todas las semanas acuden a la cita con su Madre y en silencio interior dialogan con ella.
Lo particular de la devoción a la Virgen del Pilar es que aglutina las dos dimensiones específicas de todo hombre: la razón y el corazón. Muchos de los devotos de la Virgen no sabrían explicar razonadamente la trascendencia de María en la historia de la salvación. Tampoco serían capaces de citar cuáles son los dogmas marianos promulgados por la Iglesia. Y, mucho menos, que dichos dogmas pretenden, sobre todo, salvaguardar la verdad de Cristo. Sin embargo, el corazón de estas personas arde al contemplar a María a quien dirigen sus plegarias y confiesan sus angustias esperando el consuelo de una madre.
Vivimos una época en la que el cuidado del físico se ha convertido en una idolatría que, muchas veces, es expresión de nuestros complejos personales. Delante del espejo no vemos nuestra belleza y somos severos críticos con sus formas. Siempre hay algo que sobra o que falta: ya sean las cartucheras, el pecho, la tripa….
No he visto la cara ni el cuerpo de María, desconozco cómo era y cómo es su fisonomía. Sin embargo, no tengo dudas sobre su belleza porque para los cristianos la belleza es sinónimo de santidad. Cuántas personas cuya belleza física salta a la vista, resultan tan ridículas y altivas que rápidamente se afean a nuestra mirada hasta convertirse en despojos dignos de compasión.
Dios nos libra de la esclavitud del pecado y nos transforma día a día en la imagen de su hijo Jesús, el hermoso, el más hermoso de los hijos de Adán (Sal.45). Por eso los santos son todos hermosísimos. Porque lo que afea al hombre es el pecado y lo que le embellece es la semejanza a Cristo, la santidad. Estos últimos días hemos asistido a un particular desfile de modelos de belleza: el 1 de octubre, se nos proponía a Santa Teresita del Niño Jesús; dos días después a San Francisco de Borja y al día siguiente San Francisco de Asís. El 7 de octubre Nuestra Señora del Rosario y el 12 Nuestra Señora del Pilar, entre todas la más bella.
La belleza de los santos atrae, seduce y provoca admiración porque transparenta la suprema hermosura de Dios. A la luz de la fe y de nuestra propia experiencia, sabemos que la fealdad es el rostro del pecado. Y por eso la Virgen, sin pecado concebida, es la más bella entre las bellas.