El padre Álvaro, de pandillero en Guatemala a capellán de la cárcel de Zuera

Rocío Álvarez
19 de septiembre de 2018

Álvaro Sicán nació en Guatemala en 1983. Creció en el mundo de las pandillas, algo bastante común en su país. Conoció un sentido fuerte de la fraternidad, de dar la vida por el otro, pero también un mundo de autodestrucción, la muerte de sus amigos, las drogas, muchos acabaron en la cárcel… Aquello le hizo cuestionarse el sentido de la vida y “por milagro de Dios” se topó con la orden de la Merced: “Sus lemas e imágenes me llamaron la atención, jugaban con cadenas y barrotes y eso reflejaba mucho de mi vida”.  A los 19 años ingresó en el seminario. Hoy es religioso y sacerdote mercedario, una orden que para él es un “tatuaje en el corazón, un estilo de vida”. En esta entrevista nos cuenta su labor de capellán en la cárcel de Zuera, así como retazos de su intensa vida.

El padre Álvaro asegura que su labor en las cárceles es una experiencia muy enriquecedora.

¿Cuál es la labor de los mercedarios en Zaragoza? Nuestros puntos de referencia son la parroquia de la Paz, el hogar de acogida y la prisión de Zuera. Nosotros trabajamos el antes (prevención), el durante (acompañamiento) y el después (reinserción).

¿En qué consiste el hogar de acogida? Es un piso ubicado en un antiguo dispensario que tenían las monjitas en la parroquia de la Paz. Tiene 10 habitaciones y su misión es ser hogar para aquellos presos que están de  permiso, en tercer grado, libertad condicional y con libertad total. Se les acoge para que tengan un lugar donde vivir, se les da una asesoría… Está dirigido principalmente a los que no tienen recursos, no tienen familia, o no pueden tener contacto con ella. Se ha reformado y mejorado mucho, hay ahora una sala de juegos… Nuestro piso ganó el premio ‘3 de abril’ del Ayuntamiento de Zaragoza en la categoría ‘trabajo social’ por esta labor de reinserción.

¿Su misión siempre ha estado entre los presos? Nuestra misión desde el principio es la prisión. Desde la formación nos metemos en esto. En Guatemala, ya visitábamos las prisiones de mi país. Después en El Salvador estuvimos con las prisiones y dos hogares de prevención. Después me mandaron a Mozambique, allí estuve encargado de dos prisiones. Y luego me mandaron para acá, para seguir trabajando en prisiones.

¿Cómo ven a Dios los presos? No puedo generalizar, pero muchos de ellos lo ven como una tabla de salvación, como alguien que les puede ayudar. Aunque muchos de los presos hacen sus fetiches, es decir, imágenes falsas de Dios. Igual que manipulamos a las personas para sacar algo, manipulamos a Dios: yo te rezo pero luego tú me ayudas, y si no, pues ya ni te rezo ni voy a misa.

¿Van muchos presos a misa? Contando los que vienen a las tres misas que celebramos, una el sábado y dos el domingo, vienen 300 de un total de 1.500 presos que hay.

¿Cómo animaría a que otros se involucren en el voluntariado en las cárceles? Más allá de juzgarlos por lo que han hecho, hay que acompañarlos, ayudarlos, acogerlos y querer una reinserción de verdad en su vida. Los presos son personas como tú y como yo que han cometido un error en su vida, pero eso tampoco ha de alejarnos de ellos. Para eso necesitamos ayuda porque somos poquitos: solo cuatro voluntarios y la mayoría pasan de 75 años. Los presos respetan mucho a los voluntarios, reconocen el tiempo y cariño dedicado. Eso es muy importante y anima mucho. La idea es, con el piso de acogida, crear un voluntariado y llevármelo a la prisión, porque veo que de otra forma nada.

Vamos a acabar por el principio, ¿cómo surgió su vocación en la orden de los mercedarios, por qué este camino de los abandonados? Esa es de las historias bonitas que tiene la vida y en concreto del milagro que Dios hizo en la mía. Nosotros éramos cuatro hermanos, tres chicas y yo. Ellas jugaban a muñecas, así que yo busqué mi sitio en la calle y acabé metido con siete años en el mundo de las pandillas. Por eso aprendí lo que no tenía que aprender a esa edad.

Fui creciendo y empecé a ver cómo mis amigos iban muriendo por intoxicaciones, a algunos los mataron, otros se suicidaron, cantidad en prisiones… Llegué a una edad en la que me empecé a preguntar por el sentido de la vida: “¿Y ahora qué?”. Entré en una iglesia y les conté. Me dijeron que fuera a mi parroquia y casualmente era una iglesia de los mercedarios.

Dios me hizo ver las dos caras de la moneda: primero la parte de fuera, el mundo de pandillas, de autodestrucción, drogas, muerte; y por otro lado, el campo de trabajo que quiere ayudar a estas personas. La Merced para mí, más que una institución o un hábito, es un estilo de vida. Soy religioso y sacerdote mercedario, pero aunque me saliera y dejara los hábitos, seguiría siendo mercedario. Para mí ser mercedario es un estilo de vida, una espiritualidad que te marca, un camino de libertad, de lucha, de encuentro y de donar la vida día a día. Es lo que yo llamo tatuajes en el corazón.

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