Retomé hace algunos días el dibujo. Mientras trazaba con sumo cuidado el torso del Cristo Yacente sevillano pensaba cómo un cuerpo a priori muerto podía parecer tan vivo sobre un soporte caduco como el papel. Este don que de mí (pero no a causa de mí) brota provoca asombro y, sin embargo, la obra artística por excelencia cuyo autor es Dios mismo pasa desapercibida cada día.
No es precisa una experta mirada para percatarse de esto último. Cualquiera con un alma atenta enseguida se percatará de que cada tono del mundo, desde el rojo ardiente del ocaso hasta el azul profundo de la noche, es un susurro divino que nos recuerda la presencia de un Creador armónico. Dios acrecienta estos colores con una intensidad que trasciende la mera apariencia física, revelando en cada matiz una emoción, un recuerdo, una esperanza: en suma, un pedazo de alma humana.
El rojo, símbolo de la pasión y la fuerza vital, vibra en el interior del ser como el latido incansable de un corazón que ama sin reservas. Es el color del sacrificio que resalta las heridas y nos insta a transformar el dolor en un aprendizaje lúcido. El azul, que debate con el matiz escarlata en nuestro corazón, evoca la calma de un cielo despejado. Me gusta pensar que es el color de la fe y la introspección y que nos invita a sumergirnos en el océano de nuestro interior para descubrir la verdad que reside en lo más recóndito del alma, habiendo ahí una comunión silenciosa con lo divino que nos guía en la senda de la vida.
Pero la paleta divina no se limita al interior. El verde, que florece en los prados y renueva la esperanza con cada brote, simboliza la puesta en juego constante de nuestro origen, el cual se enriquece con cada movimiento. ¿Y qué hay del amarillo? En cada destello suyo se esconde la chispa divina que ilumina nuestros pensamientos, guiándonos hacia un camino de optimismo y gratitud. Allí donde impera la sombra, Dios pinta luz y donde antes reinaba la congoja, ahora deslumbra el optimismo.
Todavía podemos explorar más tonos. El violeta es uno de mis favoritos por ser el que mejor refleja la pasión que cada año nos une en estación de penitencia tras el Señor. Por eso, se podría decir que es el color de la transformación, del despertar interior y de la intuición. En él se funden la melancolía y la esperanza, abriendo un portal hacia lo sublime.
Cada tonalidad del mundo es, en esencia, una manifestación del alma, una representación de las emociones y anhelos que nos hacen humanos. Al contemplar el vibrante mosaico de la existencia, aprendemos a ver en cada matiz una lección divina: la vida, con sus altibajos, es un cuadro en constante evolución, donde cada pincelada, cada sombra y cada destello nos invita a descubrir la esencia de nuestro ser, reconociendo así el trazo de Dios que embellece el mundo. Por eso, la sinfonía cromática no es mera apariencia, sino el latido de un espíritu eterno que se manifiesta en cada pétalo, en cada gota de rocío, en cada suspiro del viento. La paleta celestial, vasta y misteriosa, nos invita a descubrir la belleza oculta en la simplicidad y en la complejidad, recordándonos que, al igual que el arco iris tras la tormenta, la gracia de Dios se revela en la fusión armoniosa de la luz y la sombra.
En este esplendor se esconde un mensaje eterno: somos partícipes de un milagro continuo, una sinfonía de colores que, al entrelazarse, revela la grandeza de la obra divina a partir de la cual he hilvanado este breve discurso. Y si en vez del pincel preferimos la palabra, podemos pensar esta existencia no como un lienzo donde una miríada de colores son protagonistas, sino como un camino en el que cada paso es un verso en la épica creación divina.