Domingo de la Palabra De Dios
Dom Mauro-Giuseppe Lepori, Abad General de la Orden Cisterciense
Quizá el hombre que mejor entendió la relación entre palabra de Dios y esperanza fue un pagano, el centurión romano que, después de haber suplicado a Jesús sanar a su criado enfermo, de frente a la inmediata disponibilidad del Señor, se declaró indigno de que Él entrara en su casa y le dijo: “basta una palabra tuya y mi criado quedará sano” (Mt 8,8). Le bastaba una palabra de Cristo para tener la esperanza cierta en la salvación operada por Él. La fe permitió al centurión entender que lo que suscita esperanza en la palabra de Dios es, precisamente, que es palabra de Dios, es decir, la palabra que Aquél, que hace todas las cosas, dirige personalmente a nuestra necesidad de salvación y de vida eterna. Lo entendió también Pedro en un momento que podía ser de desesperación porque todos habían abandonado al Señor y permanecían con Él solo pocos discípulos confundidos e inseguros: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68). Las palabras de Jesús permanecían para Pedro y sus compañeros como el último hilo de esperanza en una plenitud de vida que podían esperar solo de Dios. Pero ¿por qué y cómo podría la esperanza de Pedro, como la del centurión, aferrarse a la palabra de Cristo? ¿Qué da a la palabra del Señor esta fuerza, esta solidez que nos permite 4 abandonarnos a ella con todo el peso de nuestra vida con el peligro de caer en la desesperación, en la muerte, en la nada? ¿Qué permite a quien escucha esta palabra reconocer que puede abandonarse a Aquel que la pronuncia con total confianza? Esto es posible si la palabra del Señor llega al corazón no como promesa de algo sino como promesa de alguien, y de alguien que ama nuestra vida con un amor todopoderoso, que puede hacer todo por los que ama y se confían a Él. Muchos abandonaron a Jesús, después del discurso sobre el pan de vida en la sinagoga de Cafarnaúm, diciendo: “¡Esta palabra es dura! ¿Quién puede escucharla?” (Jn 6,60). ¿Por qué la palabra de Jesús fue una razón para que se fueran cuando para Pedro y los otros discípulos era la única razón para quedarse con Él? El hecho es que los primeros habían escuchado su palabra separándola de su fuente, el mismo Cristo. Pedro y los discípulos, sin embargo, no podían sustraer ninguna palabra de Jesús de su presencia, es decir, de la relación con Él, de su amistad. La palabra de Dios puede ser fuente de esperanza si para nosotros Dios sigue siendo la fuente de la palabra misma. Sólo si escuchamos la palabra desde la voz del Verbo presente, que nos mira con amor, podrá la palabra del Señor llegar al corazón no como promesa de algo sino como promesa de alguien alimentar en nosotros una esperanza inquebrantable, porque está fundada en una presencia que nunca falla. La palabra de Dios es una promesa en la que no sólo el que promete es fiel, sino que queda incluido en la promesa misma, porque Cristo nos promete a sí mismo. “¡Y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo!” (Mt 28,20). La última palabra de Jesús, la última promesa antes de ascender al cielo, es la promesa de sí mismo a nuestra vida, no sólo al final de los tiempos sino cada día, cada instante de la vida. Este vínculo indeleble de la palabra de Dios con su presencia, tan radical desde que “el Verbo se hizo carne y vino a habitar entre nosotros” (Jn 1,14) hasta que murió en la cruz por nosotros, es la conciencia y la promesa de todo el Antiguo Testamento. Como cuando el Salmo 27 clama al Señor: “¡Si no me hablas, soy como quien desciende a la fosa!”. (Sal 27,1). El hombre tiene en sí la conciencia profunda, ontológica, de que, si Dios no le habla, si Dios no lo crea en cada instante con su palabra, la muerte, la disolución de la vida, le es inevitable, porque Dios crea diciendo todo en el Verbo a través de la cual existen todas las cosas (cfr. Jn 1,3). Uno puede vivir sin escuchar la Palabra que se le dirige con amor, pero así se experimenta, como muchos hoy, una vida inconsistente, una vida disipada, que se escapa de nuestras manos incapaces de sostenerla. En cambio, se nos da la gracia de vivir escuchando, de vivir atentos a la escucha del Señor que está constantemente a la puerta de nuestra libertad, llamando y pidiendo entrar. Se nos da la oportunidad de vivir escuchando su voz que nos llama a la comunión con Él (cfr. Ap 3,20), a una amistad infinita, permitiendo así al Espíritu generar en nosotros y entre nosotros una vida nueva, rebosante de esperanza, no en algo, sino en Dios que cumple la promesa de su presencia en el mismo instante en que su palabra la expresa.