Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del domingo de la Sagrada Familia – C – (29/12/2024)
La Iglesia celebra hoy la Sagrada Familia y nos ha recordado el disgusto que Jesús dio a María y José, al quedarse en Jerusalén sin que ellos lo supieran, como hoy narra el evangelio (Lc 2, 41-52).
– Aunque eres verdadero Dios, también eres verdadero hombre. ¿Tu doble dimensión justifica que dieras semejante disgusto a tus padres legales como si fueras un adolescente inconsciente? Cuando subiste a Jerusalén para celebrar tu primera Pascua, los tuviste tres días en vilo –he dicho a Jesús con un cierto retintín después de recordarle el evangelio de este domingo–.
– No voy a disculparme –me ha dicho cogiendo su taza de café–. Sólo te digo que también yo lo pasé mal. Era la primera vez que subía con ellos a Jerusalén, cumpliendo lo que pedía la Ley: que los muchachos judíos, cuando llegaran a la edad de la pubertad fueran a Jerusalén tres veces al año. Después de celebrar la Pascua, vi a unos maestros que hablaban de la Ley del Señor y quise hacerles algunas preguntas para aclarar sus explicaciones; el tiempo pasó volando, sin prever que la caravana con la que había venido desde Nazaret se pondría en marcha…
Jesús ha dado cuenta de su café mientras yo rememoraba la escena y he insistido:
– María y José anduvieron una jornada de camino hacia Nazaret; al atardecer te buscan entre los parientes y conocidos de la caravana y no te encuentran; angustiados se vuelven a Jerusalén; otra jornada de camino y angustia; empiezan a buscarte por toda la ciudad, total: tres días de zozobra, pensando dónde estarías, y de sentirse culpables por no haber cuidado de ti como el Padre esperaba. Y cuando al fin dan contigo, los dejas desconcertados: estabas, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas, mientras la gente se arremolinaba para ver a un muchacho departiendo con los doctores de la Ley. Aquello no fue normal…
– No lo fue –ha reconocido sonriendo–. Pero me sentí llamado a identificarme como quien realmente soy. Aún debían pasar años hasta que se dejase oír la voz del Padre, en las riberas del Jordán, diciendo que soy su Hijo amado y hasta que mis obras confirmaran que lo soy…
– ¿Y el susto de muerte que diste a María y José? ¿Recuerdas que, cuando te encontraron, tu madre no pudo más y, con ternura y dolor, te dijo: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así?»
– Es que ser Hijo de Dios y, al mismo tiempo, Hijo del Hombre es complicado. Más de una vez, las relaciones con mi familia fueron difíciles. El evangelista Marcos relata que, cuando mi vida cobró alguna notoriedad y empezaron mis enfrentamientos con los fariseos y escribas, mis parientes se alarmaron, les pareció peligroso y quisieron retenerme en casa diciendo que estaba loco o algo parecido; y en otra ocasión en la que mi madre y mis parientes reclamaron mi presencia tuve que advertirles que mis verdaderos parientes son los que cumplen la voluntad del Padre…
– Volvamos a tu primera Pascua –he insistido de nuevo–. ¿No fuiste desconsiderado al decirles «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?»
– Amigo, tenían que saber que el Padre siempre está por delante de todo. Mi madre meditó mi respuesta y supo aceptar la misteriosa paternidad de Dios que se manifestaba en mi persona.
– Menos mal que luego estuviste sujeto a ellos como un buen hijo hasta que llegó el tiempo en el que Espíritu te impulsó a anunciar el Reino de Dios. A pesar de aquella “travesura” de adolescente, las virtudes domésticas de tu familia son un ejemplo. Por eso la Iglesia nos hace rezar hoy: «Concédenos, Padre, imitar los ejemplos de la Sagrada Familia para que, después de las pruebas de esta vida, podamos gozar en el cielo de su eterna compañía».
