Opinión

José Alegre Aragúés

Hacia una Iglesia Sinodal

Estar a la altura de los tiempos

21 de octubre de 2024

A una semana de la conclusión de la Segunda Sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, sigue habiendo muchas cosas pendientes de sus propuestas. La Iglesia está, como la sociedad, muy polarizada. Hay cuestiones que marcan una profunda línea de separación. ¿Se hará mayor o será posible un acercamiento dentro y hacia fuera? Una tarea de base es el lenguaje.

Las instituciones, las empresas, los grupos sociales, las iglesias también, viven en la medida en que consiguen gozar de la CONFIANZA de la sociedad. Quien ofrece un producto, un mensaje, una idea o una propuesta al conglomerado de personas que constituyen la sociedad, no tiene nada que hacer si no consigue empatizar con el común de los miembros que son sus interlocutores. Podrá sobrevivir algún tiempo como entidad social minoritaria pero, si quiere tener una cierta capacidad de influencia, de mercado o de participación en las decisiones sociales, necesita hacer oír su mensaje con claridad y significación ventajosa e inclinar a cuantos le sea posible a asumirlo. Sin claridad, sin significación, sin utilidad, nadie prestará atención.

En la medida en que las instituciones unen sus propuestas con las necesidades, anhelos y problemas del vivir consiguen despertar interés y atraer seguidores, oyentes o clientes. Algunas lo hacen muy bien durante un tiempo y el éxito social o sus cuentas de resultados lo reflejan rápidamente. Cualquier descuido que provoque una distancia o desinterés tendrá consecuencias negativas y, a veces, irreparables.

Un modelo muy considerado y estudiado es la Iglesia por su larga continuidad histórica que le ha dado un enorme arraigo. Nacida a partir de un evento histórico muy concreto, sus seguidores tuvieron “la habilidad” de darlo a conocer con una densidad de significado existencial tan profunda para cualquier persona de cualquier cultura que hizo mella, marcó su sello y consiguió una ola de aceptación enorme, a pesar de los muchos obstáculos que le salieron al paso en su historia.

Siguió teniendo “la habilidad” inicial para adaptarse, con facilidad y prontitud, a los contextos históricos y culturales en que se encontró. Remontó periodos muy diversos y crisis muy fuertes sin perder ni su identidad ni su capacidad de adaptación. En todos momentos supo hacerse eco del sentir general ante la vida y seguir proponiendo el mensaje de Jesús de forma que todo el mundo pudiera entenderlo desde la perspectiva de su vida atareada, penosa y anhelante.

Pero hoy algunos parecen dar más importancia a la cuestión de una identidad apoyada en estructuras institucionales que en la significación existencial de un mensaje de vital importancia, como si las estructuras, los ritos y las palabras repetidas tuvieran ese ramalazo de empatía que puede tener una forma nueva de expresarlo.

El cambio forma parte de nuestra realidad cultural de un modo muy fuerte. Todo cambia con mucha rapidez. Todo cambia con mucha profundidad. Todo nos hace cambiar en nuestras costumbres, visiones, relaciones y conocimientos, también en nuestros trabajos, también en nuestras familias, también en nuestras relaciones con Dios, también en nuestras formas de hacer, ser y vivir en comunidad. También en nuestra forma de ser Iglesia y relacionarnos, expresarnos y celebrar. El gregoriano es de un tiempo. El barroco es de otro tiempo. Todo se puede degustar. Pero no todo sirve para reflejar el hoy de nuestro mundo. El arte, como el lenguaje o la música, es expresión de lo que somos y cómo somos. Hay un lenguaje que dice y otro que no dice, porque ha perdido su capacidad de reflejar y recoger lo que el ser humano siente, vive, sufre, anhela, busca. Hay que acudir a ese lenguaje, a ese estar en, a ese comunicar y entenderse con. Sin esa revolución del lenguaje significativo nadie entiende qué decimos ¿Para qué estamos en el siglo XXI?

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