Opinión

Jesús Moreno

A pie de calle

70 veces 7

6 de marzo de 2024

“Acercándose Pedro a Jesús le preguntó: Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?’ Jesús le contesta: ‘No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”

Jesús va más allá de la pregunta de Pedro y responde no te digo hasta 7, sino hasta 70 veces 7. Es decir, le dice que cuando se perdona, no se calcula. Que sus discípulos deben perdonar todo y siempre, precisamente como hace Dios con nosotros.

Y ¿por qué Dios nos perdona siempre? Y solemos decir con verdad: porque es misericordioso. Pero he leído y meditado una afirmación del libro del profeta Miqueas que me ha tocado un poco más profundamente: Dios “no conserva para siempre su cólera, pues le gusta la misericordia” (Mq 7,18)

¡Qué esperanza tan grande! Dios no solo es misericordioso… sino que, además, le gusta ser misericordioso. Disfruta, goza, es feliz siendo misericordioso.

Es feliz perdonando. ¡Qué desbordante belleza! ¡Qué esperanza nos regala!

Sólo si soy capaz de perdonar a las personas que me han herido y de pedir perdón a las que yo he herido, puede fundirse el bloque de hielo de mis sentimientos de odio; sólo entonces puedo transformar y dominar un pedacito de mal en mi entorno y en el mundo. Sin perdón, el mal se multiplica tan rápidamente como un tumor canceroso.

El perdón no es algo que otorga aquel que tiene razón a aquel que está equivocado. Es la negativa a encerrar nuestras relaciones en lo que éstas tienen de hirientes y opresivas, reconociendo que, más allá de lo que nos hiere, sigue siendo posible una relación con el otro.

El perdón cristiano no puede coincidir con la permisividad y el silencio. Jesús perdonó, pero no condescendió con el delito. Más aún, fue matado por su valiente oposición al mal, a los privilegios, a las violencias…

Sentirse perdonados y sentirse amados a pesar de los propios defectos y errores. Esto es sentirse sanado. El hecho de saber que no le rechazan a uno da ganas de volver a comenzar, de levantarse de nuevo. Advertir que uno es persona incluso dentro del error, da una sensación de asombro y de sorpresa que abre la vida a una dimensión nueva, ‘distinta’. Es la misma sorpresa desconcertante del hijo pródigo, que se sintió acogido de nuevo como hijo, incluso después y dentro de sus propias equivocaciones.

El perdón no es dejar de ver los errores del otro, sino pensar que el otro es más grande que sus errores. Podrá tener la fuerza de superarlos, no a través del rechazo y la condena, sino a través de un amor tan acogedor que la persona se siente amada antes y más que por sus valores; que se sienta amada, aunque no viva los valores.

Somos solidariamente responsables de ese perdón liberador del Padre. Desde ahora, cada cual se ve juzgado sobre su manera de acoger y compartir fraternamente el perdón recibido del Padre. Cuando uno se sabe perdonado por Dios, ante quien todos somos deudores insolventes, no podemos dejar de vivir y de transmitir a los demás esa misericordia infinita.

Mientras los errores permanecen sin ser perdonados, mantienen vivo el resentimiento, y el resentimiento se alimenta de sí mismo. Lleva a represalias, y las represalias a nuevos resentimientos. A menos que se rompa el círculo vicioso, la falta de perdón pronto se convierte en odio.

Dios pide que perdonemos después de habernos perdonado Él primero. Él da siempre el primer paso con su gracia. Antes de mandar, hace y, sobre todo, perdona con la petición de perdón hecha por Jesús en la cruz para los que le crucifican y para todos los pecadores…

Detrás de la formulación del Padrenuestro se esconde, sin embargo, una advertencia extremadamente seria: si rechazamos el perdonarnos los unos a los otros a la manera de Dios, rechazamos al mismo tiempo su perdón. Si no queremos perdonarnos y hacemos llegar al mismo tiempo esta petición al ‘oído’ de Dios, nos comportamos de manera descaradamente no cristiana. Sería locura temeraria hacer esta petición del Padre nuestro delante de Dios mientras llevemos rencor en nuestro corazón y sigamos impertérritos en la enemistad…

Es el pecador, que no perdona, el que se castiga a sí mismo, porque con su rencor y su enemistad se cierra a la acción sanante de Dios y rechaza colaborar en la obra de la redención y de la paz sobre la tierra… Nos hacemos colaboradores de la historia de la perdición. Creo que es lo único razonable. No habrá paz en este pobre mundo sin perdón primero, mutuo

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