Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del V Domingo del Tiempo Ordinario – B –
Jesús sigue en Cafarnaúm y, después de curar la fiebre que aquejaba a la suegra de Simón, mantuvo una actividad frenética, pues, cuando se puso el sol, la gente se agolpó con sus enfermos a la puerta de la casa para que los curara. No es aventurado pensar que no le dejaron tiempo para hablar con su Padre, porque el evangelista escribió que «se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar» (Mc 1, 29-39). Con el aroma de nuestros cafés calentitos al alcance de la mano, he preguntado a Jesús:
– Aquel día debió ser agotador: todos querían tenerte cerca y que te interesaras por sus enfermos. Tanta actividad curativa ¿no podía tergiversar tu presencia entre nosotros?
– Si no recuerdas mal, ya hablamos de esto hace tres años, tomando café, a propósito de este mismo evangelio. No repetiré lo que te dije -me ha replicado con su taza de café en la mano-.
– Ahora que lo dices, creo que me respondiste algo así como que los milagros que hacías no eran para beneficiar a unos pocos afortunados, sino que eran el signo que garantizaba que llegaba la bendición del Padre para todos…
– Así es. ¿Qué manera mejor había, y sigue habiendo, para mostrar que el Reino de Dios está llegando que curar las dolencias, perdonar los pecados y dar motivos para que las buenas gentes recobren la esperanza? Si en ello hay algún riesgo, habrá que sortearlo, pero sin dejar de manifestar la entrañable misericordia del Padre -me ha respondido amablemente-.
– Entonces, ¿por qué aquella noche no seguiste con la gente y te refugiaste en una oración solitaria? -he replicado después de tomar un sorbo de café-.
Sin pestañear me ha respondido:
– Te lo diré con las palabras de un himno de la Liturgia de las Horas, que la Iglesia reza frecuentemente. Dice así: «No vengo a la soledad / cuando vengo a la oración, / pues sé que, estando contigo, / con mis hermanos estoy; y sé que, estando con ellos, / Tú estás en medio, Señor». Recuerda que dije: «Os aseguro que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo para pedir algo, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos». ¿Es que aún no has descubierto la fuerza que tiene la oración hecha en común como buenos hermanos?
– Me parece que me he pasado al decir que te refugiaste en la oración…
– Un poco, sí, pero esto no sólo te ocurre a ti -me ha dicho al ver el rictus de pesar en mi rostro-. Habláis y vivís con tantas prisas y, sobre todo, tan convencidos de que sois los principales protagonistas del mundo y de la vida que no dejáis espacio en vuestro ánimo para pasar un rato con el Padre confiada y cariñosamente, y menos aún para escuchar lo que Él os dice. En aquella larga conversación que tuve en la montaña, os dije: «Cuando vayas a orar, entra en tu habitación y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt, 6, 5-6). Por eso, me marché al descampado: para estar a solas con mi Padre, no para olvidarme de vosotros. También la noche, en la que angustiado oré en Getsemaní antes de mi pasión, necesité estar a solas con el Padre para sentir confortada mi carne, débil como la vuestra. Si no oráis confiadamente y como quien habla con su amigo, la oración siempre os parecerá inútil.
– ¡Gracias por recordármelo con tu ejemplo y con tus palabras! -he dicho iniciando la retirada-. Hasta el próximo domingo.
– Y no dejes de crear espacios de silencio para orar. Te harán mucho bien.