Una célebre banda argentina, “Los pericos”, publicó hace algunos meses un nuevo tema musical cuyo título era “Todos lo hacen”. En su letra y en el video promocional que la acompaña, muestran diversos comportamientos de personajes anónimos que arrojan basura en la vía pública, no ceden el asiento del autobús a una embarazada aparentando estar dormidos e incurren en diversas acciones que incumplen la reglamentación vigente. Los protagonistas saben que dichas conductas no son correctas pero justifican sus actos repitiendo la frase que titula la canción “perdón, si todos lo hacen por qué yo no”.
https://www.youtube.com/watch?v=RV47ycSh5vU
Apuesto a que muchos de los lectores que reflexionen sobre este video acabarán sonrojándose y reconociéndose en alguno de estos actores. Yo, desde luego, me acuso el primero.
Lo cierto es que somos prontos en juzgar los comportamientos ajenos y tardos en ser críticos con nosotros mismos. Es decir, nos tenemos por personas ejemplares capaces de acusar, juzgar y sentenciar el comportamiento de los demás, siendo que no deberíamos arrojar piedras sobre el prójimo puesto que ninguno estamos libres de pecado.
Recuerdo una conversación con un compañero de trabajo que se encolerizaba indignado por la corrupción imperante en la clase política española, por los continuos casos que se venían destapando en los diferentes partidos y organizaciones sindicales. Concluía este buen hombre sentenciando que la situación del país era insostenible y que no podía seguir así. Había que echar a estos corruptos de España o encarcelarlos de por vida. Incluso se atrevió a lanzar algún que otro exabrupto al aire que, por decoro, no reproduzco en estas líneas.
Para aparentar que estaba interesado en su discurso, se me ocurrió reflexionar en voz alta imaginando lo que haríamos nosotros dos si gozáramos de una posición de poder semejante a la de estos gobernantes que tenían el convencimiento de que nadie se iba a enterar de sus desmanes. Él argumentó que se consideraba una buena persona incapaz de obrar como nuestros corruptos gobernantes. Seguidamente, reconoció que tampoco era un alma inmaculada sino que había perpetrado ciertas acciones, tal vez no ejemplares, pero que no consideraba inmorales sino más bien propias de la picaresca inherente al ser humano. Así, por ejemplo, continuó, “cuando me han quitado un tapacubos de mi coche, el mismo día yo he hecho lo propio con otro vehículo semejante al mío”. Pero, insistía, “se trata de actos sin importancia y que todo el mundo los hace”.
El argumento de que “todo el mundo lo hace” me resulta muy familiar. Mis hijos mayores acuden a él con frecuencia. “¿Por qué no puedo ir a una discoteca hasta las 6 de la mañana si mis compañeros de la universidad lo hacen? Soy el único al que sus padres le plantean reparos en salir de fiesta…No entiendo qué hay de malo en ello si todos lo hacen”.
Ciertamente, el argumento de “todos lo hacen” se ha filtrado de manera dogmática en esta sociedad mundanizada y secularizada, de manera que intentar rebatirlo se convierte en una pretensión casi heroica.
Los que toman como referencia moral el que si algo mayoritariamente es así, no será tan malo, han sucumbido ante el nuevo Dios de nuestros tiempos: la democracia basada en las mayorías. Se han convertido en fundamentalistas que identifican la voluntad de la mayoría con el todo, atribuyendo a dicha mayoría una sabiduría incuestionable que suplanta la voz de Dios por la voz del pueblo.
El juicio ético, cuando no se sustenta sobre una verdad objetiva como punto de referencia, deja paso al criterio sociológico, que sustituye el respeto a la realidad por la sujeción a las mayorías. A este respecto, Gandhi apuntaba que “en materia de conciencia la ley de la mayoría no cuenta”.
Por otra parte, la presunción de que si la mayoría opina de una cierta manera, dicha opinión ha de convertirse en dogma, resulta muy peligrosa. La verdad no es, en absoluto, lo que opina la mayoría. La historia nos ofrece pruebas sobradas de ello.
Erich Fromm expresaba esto mismo con ingenio: “El hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que compartan muchos errores no convierte éstos en verdades; y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de estas personas gente equilibrada”.
Ante la “dictadura de las mayorías”, si nos desmarcamos de “la voz del pueblo”, si navegamos contracorriente, corremos el riesgo de quedar apartados, relegados del grupo, arrinconados en el trabajo, solos. Es esta nuestra elección: o acompañados “en el banco de los burlones” (sal. 1) o solos con el Señor. Ante la estampida colectiva que huye a refugiarse en la seguridad de las mayorías, Cristo nos pregunta ¿también vosotros queréis marcharos?