Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del XXVII domingo del tiempo ordinario – A –
En la época de Jesús, era frecuente la insurrección de los muchos arrendatarios que había en aquel tiempo. Cuando la sequía agostaba las cosechas, lo recogido no daba para pagar los alquileres y comer ellos y sus familias. La situación era conocida por sus oyentes y Jesús la aprovechó para proponer la parábola de los malvados viñadores (Mt 21, 33-43); con ella siguió denunciando que era rechazado por los principales del pueblo elegido…
– Yo pienso que los viñadores de la parábola tenían razón al sublevarse, porque vivían una situación de injusticia social -he dicho con tono de dignidad ofendida-. La parábola del domingo pasado les dolió, pero era justa; en ésta los viñadores tenían motivos más que suficientes…
– ¿Motivos para qué? ¿Para apalear a los enviados y, sobre todo, para matar al hijo del propietario? -ha dicho disponiéndose a tomar el primer sorbo de café-. Yo no utilizaba las parábolas para decir lo que debéis hacer, sino para reforzar la enseñanza que pretendía transmitir. Con ésta quise llamar la atención sobre este punto: que los viñadores se atrevieron a matar al hijo del dueño y esto fue ir demasiado lejos.
– Entonces, ¿es por aquí por donde he de aplicarme la parábola? -he replicado mirándolo con insistencia. Luego he tomado un sorbo de café y le he dicho-: En la parábola anterior se veía con claridad cuál de los dos hijos hizo lo que el padre deseaba y la enseñanza se captaba enseguida. Tendrás que explicarme por qué centraste ésta en la muerte del hijo…
– Porque preveía que se acercaba mi final trágico. Mis frecuentes enfrentamientos con los jefes y sus ocultas maquinaciones para decidir qué hacían conmigo presagiaban un desenlace poco tranquilizador -me ha dicho con calma y tristeza-. Pensé que era preciso expresar con claridad mi íntima relación con el Padre y dejar constancia de que en mi paso por este mundo se cumplía una vez más lo que había ocurrido con otros enviados de Dios. Ellos recitaban con frecuencia el salmo 118, pero no se daban por aludidos.
– Lo de los otros enviados de Dios lo entiendo. Recuerdo las dramáticas confesiones de Jeremías, cuando lamentaba haberse dejado “seducir” por Dios, aunque nunca pudo silenciar su llamada. Jeremías amaba demasiado al Señor como para hacerle oídos sordos…; pero con lo del salmo, ¿qué has querido decir? -he preguntado fijando intensamente mis ojos en Jesús-.
– Pues lo que late en el trasfondo del salmo -me ha respondido cariñosamente-. Los que se preciaban de conocer la Ley y de interpretar la voluntad de Dios: los maestros de la Ley, los sacerdotes de Jerusalén, los fariseos y los letrados eran aquellos arquitectos a los que el salmo se refiere, arquitectos necios que desecharon la mejor piedra sobre la que podían asentar el edificio espiritual del pueblo de Dios; esa piedra era yo. Les ofrecí signos abundantes de mi identidad, pero una y otra vez se negaron a acogerme. Cuando los primeros cristianos conocieron mi victoria sobre la muerte, vieron en este salmo la mano del Padre: un milagro patente que el Señor había hecho.
– Así que ¿el evangelista conservó esta parábola en su relato como una alegoría?
– Efectivamente. En la parábola se hace una pregunta final: «¿Qué hará el dueño de la viña cuando vuelva?» Mi resurrección fue la respuesta del Padre, que yo aclaré añadiendo: «Por eso os digo que se os quitará a vosotros el Reino y se dará a un pueblo que produzca sus frutos». Anuncié así el nacimiento de la Iglesia, nuevo pueblo de Dios y alternativa de Israel…
– Pues habremos de tomar nota para no terminar siendo como los viñadores homicidas -he dicho poniéndome en marcha y añadiendo: “Voy a pagar, que se hace tarde”-.