Francisco nos ha hablado a la vuelta su reciente viaje apostólico a Hungría sobre un tema del que nunca se cansa de hablar: “Y, recordando con gratitud los hermosos momentos litúrgicos, la oración con la comunidad greco-católica y la solemne celebración eucarística con tanta participación, pienso en la belleza de crear puentes entre los creyentes: el domingo en la misa estaban presentes cristianos de varios ritos y países, y de diferentes confesiones, que en Hungría trabajan bien juntos. Construir puentes. Preguntémonos: yo, en mi familia, en mi parroquia, en mi comunidad, en mi país, ¿soy constructor de puentes, de armonía, de unidad?” (Audiencia General, 3 mayo 2023).
Budapest, capital de Hungría, nacida hace 150 años de la unión de tres ciudades, es célebre por los puentes que la atraviesan y unen las partes. A partir de este hecho, el Obispo de Roma, especialmente en los encuentros con las autoridades, ha resaltado: la importancia de construir puentes de paz entre pueblos diversos. Es, en particular, la vocación de Europa, llamada, como “puente de paz”, a incluir las diferencias y a acoger a quien llama a sus puertas.
Por lo vivido y visto en este viaje, nos ha recordado Francisco cuatro espacios que esperan, que necesitan, construir puentes (o reforzar los ya existentes. Añado por mi cuenta): familia, parroquia, comunidad, país. En todos los lugares. Desde el más cercano: la familia, al más amplio: país, pasando por la parroquia y la comunidad de vecinos o religiosa. Construir puentes, mantenerlos, reforzarlos. Sin puentes que acerquen y unan, es imposible la comunicación, el diálogo, la convivencia, la cercanía entre personas y entre lugares separados.
Por eso, es bello crear puentes entre los creyentes. Es el primer puente a construir que nombra Francisco. Porque Dios, en cuya fe todos los creyentes coincidimos, solo sabe crear puentes, encuentro, fraternidad, amor, perdón… Una fe que no respeta a otros creyentes de diferente confesión religiosa o de la misma, pero con matices diferentes legítimos, no se puede decir que es fe en Dios, sino en la propia ideología religiosa.
La ideología precede a la fe. Y, en lugar de dejarse juzgar por la fe, somete la fe a sus criterios ideológicos. Y entonces surge el conflicto entre creyentes, incluso de la misma fe. Cuando damos más importancia al modo de concebir la fe, o de interpretarla, y creemos que el nuestro es el auténtico, hemos entrado en el espacio de la Ideología.
Y la ideología lleva al enfrentamiento o a la falta de diálogo entre ideologías diferentes. Es muy triste ver y experimentar la falta de diálogo y la lejanía que se da entre personas de una misma fe, pero de diferentes ideologías o de maneras de entender y explicar las consecuencias de la fe. Laicos frente a laicos. Sacerdotes frente a sacerdotes. Laicos frente a sacerdotes y viceversa.
El Espíritu Santo, confesamos y proclamamos en el Credo, es Creador y dador de vida. Actúa en la Iglesia y en nosotros con un doble movimiento (por llamarlo de alguna manera): CREA LA PLURALIDAD, no la uniformidad, con los diferentes carismas que regala y TRABAJA POR LA UNIDAD, para que esos carismas vivan complementándose y respetándose -son del Espíritu-. Se nos dan para ponerlos en la mesa común de la vida y del testimonio de la Iglesia, comenzando por ese rincón del Pueblo de Dios donde vivimos, nos movemos y existimos, cada uno de nosotros y nuestra comunidad cercana.
La pluralidad enriquece a la Iglesia. La hace Iglesia. Sola la pluralidad crea la comunión. Cuando no hay pluralidad, tampoco hay comunión, solo un ‘ejército ordenado’ en el que, si te sales de la fila, no entras en la foto. La pluralidad es imprescindible, porque ¿quién puede vivir o encarnar, él solo o su grupo, la totalidad de la persona de Cristo? Sin pluralidad compartida, no podemos hacer presente el Misterio de Cristo en su plenitud (cfr. Ef 4,13)
“Que el amor (sin pluralidad no puede haber amor), sea vuestra raíz y vuestro cimiento; de modo que así, con todos los santos, logréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo el amor de Cristo, que trasciende todo conocimiento” (Ef 3,18-19).
La cercanía de Pentecostés me ha llevado por estos derroteros, propuestos por Francisco con mucha frecuencia: la belleza de crear puentes entre los creyentes, (incluidos puentes entre sacerdotes y entre grupos parroquiales) y entre razas, etnias, familias, ricos y pobres, políticos y pueblo, sindicalistas-obreros-patronos… Cada puente uniendo lo que debe unir. Pero no puentes tan débiles y falsos que beneficien a unos más que a otros, palabrería barata, fraternidad en papeles y documentos, que dejan todo igual o que se hunden a la primera pisada un poco fuerte, al primer embiste, al primer viento. La palabrería ofende y el papel todo lo aguanta.
De ahí que necesitamos una pluralidad sin protagonismos. Si tenemos la tentación de ser ‘protagonistas’ como laicos, diáconos, presbíteros u obispos (¡Bendita pluralidad!), nos viene ‘bien traído’ eso de que “ni el que planta es nada ni tampoco el que riega, sino Dios, que hace crecer” (1 Cor 3,7)