Después del viento enfadado de Domingo de Ramos, avisando de que con tesón todo se logra, amaneció un Viernes Santo lleno de sol, de nervios y fe contenida.
Y la tarde cayó despacio, y las túnicas fueron apareciendo, con prisas, todos hacia la plaza, todos hacia nuestra Iglesia, abierta y sonriente como una madre que ha estado esperando tres largos años ver llegar a su hijo.
Como un enjambre de colores: morados, rojos, blancos, amarillos; capirotes, emblemas, y flores naturales. Y el negro, el luto del Santo Entierro. Y la tarde cayendo.
Los pasos resplandecientes. Sobrios. Encarnados.
Y en procesión, mayores, jóvenes y niños, como si los ensayos hubieran sido infinitos, formaron en silencio, tranquilos.
Y sonó la carraca y estallaron los tambores.
Desde mis ojos encapuchados me sobrepone el silencio y el respeto de la gente, el retumbar del eco de los toques, las jotas cantadas con esa emoción única del dolor del momento.
La curiosidad del público por saber quien hay detrás de los trajes, de la sobriedad que desprenden.
Observo las caras de los que lo sienten muy adentro, los que piensan que todo esto no podemos perderlo. Los que sin estar dentro, quieren estarlo. Los que sienten, de repente, la tradición. Y que el alma se les encoge un poquito. Eso lo hemos logrado.
Y al final, en formación, el aplauso y el recogimiento. El Cristo en la Cruz frente al Cristo yacente. Emoción y lágrimas. Porque estoy segura de que las lágrimas empapaban los ojos de muchos. O por lo menos, los corazones.
Las caras cansadas, la satisfacción y las sonrisas. Esas sonrisas cómplices.
Esas sonrisas del trabajo bien hecho.
Y hecho con ilusión y empuje.
Y hecho por amor.
Por tradición.
Y por todo lo prometido.
Gracias infinitas.
Gracias al Señor por permitirnos sentir, por permitirnos continuar.
Una cofrade binefarense