Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del II domingo de Cuaresma – A –
Se nos ha advertido que este segundo domingo de Cuaresma está impregnado por la vocación. Cuando Dios se manifiesta, nos llama: primero, a existir y luego a orientar nuestra vida por caminos que desconocemos. Así ocurrió con Abraham, como narra la primera lectura –«Sal de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré»-. Pero el evangelio hoy nos ha recordado un episodio extraordinario al que damos el nombre de “transfiguración” (Mt 17, 1-9), cuando Jesús mostró fugazmente su gloria a tres discípulos con los que tuvo algunas de sus más íntimas confidencias. ¿Qué tiene que ver la “llamada” con la “transfiguración”?
– Lo entenderás enseguida -me ha dicho Jesús cuando se lo he preguntado-. Recuerda que seis días antes de transfigurarme había dejado a mis discípulos atónitos y preocupados con el anuncio de mi pasión y de que seguir mi llamada les llevaría a cargar con su cruz.
– Sí; lo recuerdo y también recuerdo que el mismo anuncio se lo reiteraste un par de veces más -he comentado, ya acomodados para saborear nuestros cafés-.
– ¿No decís vosotros que a veces se necesita un “chute” de entusiasmo para seguir adelante? -me ha respondido-. Pues ellos, mis pobres y buenos discípulos, necesitaban ese chute de esperanza para seguirme. Debían hacerse a la idea de un Mesías sufriente, cuando ellos sólo pensaban en un triunfador; bien se merecían vislumbrar, aunque fuera fugazmente, la gloria de mi resurrección. Por eso los subí a la montaña, me mostré con Moisés y Elías para que se dieran cuenta de que los máximos representantes del Israel de Dios avalaban lo que iba a suceder, y volvieron a oír la voz del Padre que me identificaba como su Hijo predilecto…
– Y se quedaron encantados -he apostillado al tiempo que tomaba un sorbo de café-. Tanto que Pedro propuso hacer tres chozas y permanecer allí.
– Sí; Pedro, animoso e impulsivo como era él, pensó que ya habíamos llegado a la meta, cuando sólo habíamos dado los primeros pasos -ha comentado con mirada comprensiva-. Por eso, necesitaban presenciar aquel acontecimiento para sostener sus ánimos. La voz del Padre los aturdió y hasta se espantaron al oírla. Yo les tranquilicé diciéndoles, una vez más, que no tuvieran miedo, como en el lago, cuando calmé la tempestad que los amilanó, a pesar de que eran pescadores de profesión y conocían de sobra aquel mar de Galilea. Después, mientras bajábamos les mandé que no contaran lo que habían vivido en la montaña…
– Quería preguntártelo -le he interrumpido-. ¿Por qué no debían hablar de la visión hasta que el Hijo del Hombre resucitase de entre los muertos?
– Porque sólo la experiencia de verme resucitado, de la que ellos serían testigos privilegiados, daría credibilidad a mi vida entre vosotros. Para seguirme por el camino del servicio a vuestros pobres y pequeños hermanos hay que ser capaz de abajarse, de sufrir, de aguantar el ser tomado como uno de tantos, como un hombre cualquiera, sin romperse por dentro. Hay que ser capaz de creer, de fiarse del Padre que, aunque siempre cumple lo que promete, frecuentemente lo hace de un modo diferente del que entra en vuestros cálculos. Responder a la llamada del Padre proporciona una felicidad, una sabiduría, desconocidas por la sabiduría del mundo, escribió mi apóstol Pablo; él lo experimentó así en sus propias carnes, pero primero lo vivió y luego lo anunció. De igual manera, la memoria de mi transfiguración sólo les sería creíble cuando me viesen resucitado después de la tragedia de mi pasión y muerte.
– Los mártires han llevado y siguen llevando la cruz contigo; supongo que la Cuaresma nos prepara para seguirte cargados con nuestra cruz de cada día -he dicho mientras él asentía sonriendo amablemente y dejando el precio de nuestros cafés sobre la barra-.