No pongas la vela debajo del celemín

Pedro Escartín
4 de febrero de 2023

Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del V domingo del tiempo ordinario – A –

Tanto hoy (Mt 5, 13-16) como los próximos domingos, seguiremos oyendo trozos del “sermón de la montaña”. Se inició el domingo pasado con “las bienaventuranzas” y, durante algunas semanas, Jesús nos recordará el rumbo que marca su “carnet de identidad cristiano”, tal como nos ha advertido el párroco antes de hablarnos de la sal, la luz y el celemín, cosa que alguno ya no sabe qué es. ¿Por qué habló Jesús con esos ejemplos que ya no se usan?…

– No me digas que mis palabras están anticuadas porque las dije a gente que no podía imaginarse qué un día existiría la luz eléctrica -me ha salido al paso sonriendo-. En aquel tiempo, mis oyentes captaron perfectamente lo que quería decirles y los de estos tiempos no sois menos inteligentes que ellos; basta que caigáis en la cuenta de que entonces se alumbraban con velas o con candiles de aceite y, si les ponían un cajón encima (eso es un celemín), se apagaban por falta de oxígeno… Algo sabéis sobre el oxígeno, ¿no es así?

 – Es verdad -he replicado-, pero ahora se usa otro lenguaje, sobre todo entre los jóvenes, y tus ejemplos y tu manera de hablar les suena a antigualla.

– Es que no soy un mito atemporal, sino hombre de carne y hueso, que nací en Belén, viví en Nazaret y fui crucificado bajo Poncio Pilato en Jerusalén. Por eso, hablé con el lenguaje de mis contemporáneos, confiando en que el Espíritu Santo os ayudaría, de generación en generación, a entender el sentido de mis palabras y a aplicarlo a vuestra vida. Esto forma parte del misterio de mi persona: soy verdadero hombre y, a la vez, verdadero Dios; viví en un tiempo y lugar concretos, pero sigo con vosotros, presente y vivo, a lo largo de los siglos… -me ha explicado con infinita paciencia-. Y no te quedes embobado, que se nos enfrían los cafés.

– La verdad es que tus ejemplos y comparaciones no son tan difíciles de entender; sólo hace falta que intentemos descifrar su sentido -he asentido tratando de hacer las paces-. El problema no está en las palabras, sino en lo que nos quieren decir.

– ¿Y qué piensas que quise decir con la sal y la ciudad puesta en lo alto de un monte, con la luz y el celemín? -me ha preguntado-.

– Que no ocultemos nuestra identidad cristiana -he respondido como si fuera la respuesta correcta a una pregunta del Catecismo-.

– Sí; pero te añadiré algo. Al decir que no ocultéis vuestra identidad, no pretendía convertiros en propagandistas, que vocean por las calles que son cristianos como quien vende un crecepelo milagroso, sino animaros a “ser” y, por lo tanto, a vivir y actuar como quien sigue mi ejemplo. Vuestra identidad se manifiesta con hechos y no sólo con las palabras…

– Ahí es donde nos duele -he reconocido haciendo un gesto con la taza de café en la mano-. Nos gusta hacer discursos sobre la identidad cristiana más que practicarla; es la triste condición de la gente débil y pecadora que somos…

– Por eso os puse en guardia cuando luego dije: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos». Echad mano de la oración, igual que yo hice en Getsemaní, para no caer en la tentación, porque la carne es débil (Mt 26, 36-41).

– Pero, en el huerto, también tus mejores amigos se durmieron en lugar de orar.

 – Y luego me negaron y huyeron -me ha recordado sin acritud-. Por eso tenéis que velar y orar y, de paso, explicar a vuestros amigos jóvenes qué es un celemín y cómo se alumbraba la gente cuando aún no había luz eléctrica -me ha recordado. Luego hemos pagado y nos hemos despedido-.

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