Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del IV domingo del tiempo ordinario – A –
En el evangelio se han vuelto a proclamar ‘las bienaventuranzas’ (Mt 5, 1-12). El párroco nos ha prevenido frente a la rutina: de puro sabidas, ha dicho, las oímos como quien oye llover. Además, ha recordado que, en palabras del papa Francisco, «van muy a contracorriente de lo que se hace en la sociedad», pero son como «el carnet de identidad del cristiano». ¿Qué le digo yo ahora a Jesús…?
– Suelta ya esa pregunta que te quema en los labios -me ha dicho en cuanto hemos tenido delante nuestras tazas de café dominical-.
– ¡Pronto has captado mi inquietud! -he replicado-. Sí; estoy inquieto, porque me temo que muchos andamos por la vida sin el D.N.I. que acredite quiénes somos.
– Pues yo no puedo desdecirme de lo que ya dije -me ha atajado-. El Padre y yo lo teníamos muy pensado cuando os anuncié los signos de que su Reino llegaba a vuestro mundo. No hay otro camino para ser felices de verdad. ¿Por qué no hacéis caso a mi Vicario Francisco cuando dice que «sólo podemos vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos libera de la debilidad del egoísmo, de la comodidad, del orgullo…»? ¿Ya pedís estos dones al Espíritu o le pedís esas cosas banales que a tantos encandilan?
– Me parece que este café me va a poner nervioso -he murmurado entre dientes-.
– Eso será porque no aceptas mi desafío -me ha dicho como quien no quiere la cosa-. Deja que mis palabras te golpeen y verás que ser santo es más fácil de lo que temes.
– Ahí has dado en clavo: el temor -he soltado con gesto cabizbajo-. Tengo miedo a ser santo; me parece demasiado exigente…
– Lo es si lo miras de lejos -me ha replicado con su taza en las manos-, pero si tratas de afrontar día a día las situaciones que te salen al paso escuchando mis palabras, contemplando mis gestos y sobre todo pidiendo al Espíritu que te invada, te darás cuenta de que es posible, deseable y no demasiado difícil.
– Eso lo dices tú porque eres el Cordero de Dios -he reaccionado sin querer darle la razón-, pero nosotros sólo somos unos pobres pecadores…
– Que pactáis con la mediocridad -me ha interrumpido-. Decidíos de una vez a reconocer la verdad y veréis que los soportes de vuestra felicidad están llenos de carcoma y se quebrarán cuando menos lo esperéis. Repasa lo que mi Vicario Francisco ha escrito sobre la llamada a la santidad en el mundo actual y te darás cuenta de que las “bienaventuranzas” son verdadero camino hacia la felicidad: ¿dónde colocáis la seguridad de vuestra vida? ¿en las riquezas? Bien sabéis que «las riquezas no te aseguran nada»; que si mirarais los límites y defectos de los demás «con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar energías en lamentos inútiles»; que si sois capaces de llorar con los que sufren, encontraréis «que la vida tiene sentido socorriendo al otro en su dolor, comprendiendo la angustia ajena, aliviando a los demás…»
– No sigas -le he dicho tomando un sorbo de café para pasar el mal trago-. Ya sé que cada “bienaventuranza” señala una senda que, si nos decidiéramos a caminar por ella, este mundo sería el reino de la paz, pero…
– Sería el Reino de Dios, que es precisamente lo que os anuncié que estaba llegando con mi persona. ¿Querréis por fin entrar en él o seguir dando tumbos con vuestra mediocridad a cuestas? -me ha atajado sonriendo y poniéndose de pie-.