Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del II domingo del tiempo ordinario – A –
Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas comienzan a narrar la misión de Jesús a partir de su bautismo a manos de Juan el Bautista en el río Jordán. Se les dice “sinópticos”, porque, podemos leer sus relatos en paralelo y conocer substancialmente lo que Jesús dijo e hizo: a veces se repiten y otras se complementan. En cambio, el de Juan sigue un esquema diferente. Da por supuesto a los sinópticos y narra episodios o detalles que no están en ellos. Así ocurre este domingo (Jn 1, 29-34). Juan no cuenta el bautismo en el Jordán, pero presenta a Jesús, en labios del Bautista, como «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo…»
– ¡Buena tarjeta de presentación te hizo el Bautista! -le he dicho a modo de saludo-.
– ¿Es que te parece excesiva? -ha replicado, recogiendo los cafés que ya nos habían servido-.
– ¡En absoluto! -he respondido- Pero algo me sorprende en las palabras del Bautista. El evangelista dice que, después de presentarte como Cordero de Dios, el Bautista añadió: «Este es aquél de quien yo dije: tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios”».
– ¿Y qué es lo que te sorprende de las palabras del Bautista? -me ha dicho sonriendo-.
– Pues un par de cosas, por lo menos -he respondido mientras me disponía a tomar un sorbo de café-. El Bautista reconoció que estabas por delante de él y existías antes que él, o sea, que sabía quién eras tú; pero luego añadió rotundamente que no te conocía. ¿En qué quedamos? ¿Te conocía o no te conocía? Además, ¿no había saltado de gozo en el vientre de su madre Isabel cuando María, ya embarazada de ti, la visitó antes de que nacieseis?
– Es verdad y, sin embargo, no nos conocíamos pues aún no nos habíamos encontrado como dos seres humanos que somos él y yo. Después de nacer, nuestras vidas se distanciaron. Juan era hijo de un sacerdote del templo de Jerusalén, vivió su infancia y adolescencia en un lugar próximo a la capital de Israel y su padre Zacarías era de un grupo social muy peculiar, el de los sacerdotes de Israel; mi familia, en cambio, tuvo que emigrar a Egipto por lo de Herodes y cuando unos años más tarde recaló en Nazaret, que era un pueblo pequeño y de mala fama, todos me consideraban ‘el hijo del carpintero’. Entonces no era tan fácil como ahora mantener frecuentes relaciones, si se vivía lejos. Cuando crecimos, Juan trabó contacto con los círculos esenios y terminó predicando un bautismo de conversión con la dureza y rigidez propia de aquellos hombres, austeros y exigentes consigo mismos y con los demás. Yo, en cambio, fui tomando conciencia de que el Padre me había enviado a predicar el evangelio de la conversión y de su amor misericordioso. Como más adelante dije al fariseo Nicodemo, «no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 16-17). Los evangelios sinópticos no cuentan mi conversación con Nicodemo, pero sí muchos de mis gestos de misericordia y perdón hacia los pecadores. En mi predicación, yo invitaba a la conversión y acentuaba la misericordia del Padre; el Bautista también predicaba la conversión, pero acentuaba el castigo. ¿Entiendes por qué dijo que no me conocía? Como recordarás, envió a dos de sus discípulos a preguntarme si era yo el que tenía que venir…
– Pero en tu bautismo, vio bajar el Espíritu Santo sobre ti y dio testimonio de que eres el Hijo de Dios -he añadido recordando el evangelio de este domingo-.
– Así es; y con un gesto de generosa humildad, me transfirió sus discípulos al decirles que yo estaba por delante de él -ha concluido antes de marcharnos-.