Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del Domingo XXIX del tiempo ordinario.
Al escuchar las lecturas de este domingo, me he sentido incómodo. Tanto la primera como el evangelio dicen que oremos con constancia y sin desanimarnos, pero mientras el párroco desarrollaba la parábola con la que Jesús explicó que, en la oración, debemos ser insistentes, como la viuda a la que el juez no le hacía caso (Lc 18, 1-8), he recordado estas palabras de Jesús, conservadas por el evangelista Mateo: «Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo» (Mt 6, 7-8). ¿En qué quedamos? Ya tenemos la polémica servida… y el café también.
– Espero que seas tolerante con mi atrevimiento -he dicho a Jesús después de manifestarle mi incomodidad-.
– Tranquilo -me ha respondido-. Preguntas más comprometidas me hicieron para desprestigiarme. ¿Recuerdas la de si era lícito pagar el tributo al César? Aquella era una pregunta envenenada, pero en la tuya no hay trastienda.
– Así es -he subrayado con la satisfacción de sentirme comprendido-. Pero necesito que me aclares si hemos de pedir una y mil veces, como la viuda, o si nos quedamos de brazos cruzados pensando que Dios nos socorrerá porque ya conoce nuestras necesidades. En la parábola, parece que la viuda no podía sobornar al juez como estaba haciendo su adversario, porque ella era pobre y el juez un corrupto, pero no dejó de importunarlo hasta que le hizo justicia. ¿Qué hemos de hacer nosotros, importunar a Dios o esperar en silencio?
– Pues ni lo uno ni lo otro -me ha corregido pacientemente después de tomar un sorbo de café-. La intención de mi parábola y de aquellas palabras que recogió el evangelista Mateo, van por otros derroteros.
– Tú dirás -he replicado, animado por un leve chute de la cafeína que tenía casi intacta-.
– Pues te digo -ha respondido después de saborear su café-. La parábola de la viuda y el juez, que recogió Lucas, la dije pensando en el desánimo que seguramente iban a sufrir las primeras comunidades cristianas, al comprobar que las persecuciones arreciaban y mi segunda vuelta a este mundo se retrasaba. Sin duda se preguntarían por qué no intervenía Dios para salvar a su Iglesia, y su fe podría enfriarse. Con esa historia del juez inicuo que termina haciendo justicia por la insistencia de la viuda, quise evitar que se les apagase el entusiasmo de la fe cuando arreciase la persecución, confiando en que el Padre es mucho más bueno que aquel juez. No fue sólo una exhortación a perseverar en la oración, sino también en la fe.
– ¡Ya! -he exclamado embobado escuchando sus palabras-; pero, ¿tenemos que ser insistentes? Tus palabras recogidas por el otro evangelista dan a entender que no hay que hacer largas oraciones.
– Tampoco es eso lo que quise decir -ha añadido sin alterarse-. En esa larga catequesis, que llamáis “el sermón de la montaña”, quise explicar qué es lo esencial y cuáles son las corruptelas que a veces malogran vuestra religiosidad. Por lo que se refiere a la oración, lo esencial es lograr una relación cordial con el Padre y para eso has que «entrar en tu habitación y cerrar la puerta». Los fariseos rezaban ostentosamente y los paganos repetían palabras sin cesar, haciendo de la oración algo externo. Por eso dije que no seáis palabreros, pues el Padre sabe lo que necesitáis, pero debéis ser conscientes de que estáis hablando con Él: la oración ha de ser una conversación amorosa, confiada y perseverante. ¿He disipado tu incomodidad?
Y, sin esperar mi respuesta, se ha acercado a la barra y he oído: ¡Qué buen café haces, amigo!