“No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto, corrientes en el yermo” (Is 43,18-19)
“Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5).
Siempre es tiempo de esperanza. Siempre. Unas veces porque, según el profeta Isaías, algo nuevo, algo bello, algo bueno está surgiendo siempre a nuestro alrededor. Es Dios, y muchos seres humanos, quienes están haciendo algo bueno, nuevo y bello. Necesitamos buscarlo, creyendo que es así ciertamente, y lo encontraremos. Andar con la cabeza vuelta hacia lo de antaño, hacia lo antiguo, solo sirve para darnos algún tropezón y no descubrir lo nuevo, bueno y bello que estaba ahí esperando que lo descubriéramos.
Pero hay más. La esperanza la ha sembrado el Padre en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. La esperanza vive en nosotros porque el Padre nos la ha regalado, colocado en el corazón, y no nos la quitará. Por eso, dice Dios, según Peguy -vuelvo a recordar-: “Pero la esperanza, dice Dios, esto sí que me extraña, me extraña hasta a Mí mismo, esto sí que es algo verdaderamente extraño. Que estos pobres hijos vean cómo marchan hoy las cosas y que crean que mañana irá todo mejor, esto sí que es asombroso y es, con mucho, la mayor maravilla de nuestra gracia”.
Esta esperanza, obra de Dios y don de Dios a los seres humanos, puede darle otro tono a nuestra manera de mirar el mundo y amarlo, de mirar la Iglesia y amarla y de vivir las cosas grandes y pequeñas. Al mismo tiempo, puede ayudarnos a vivir nuestro tiempo, por muy duro que sea, con paciencia y paz, sin caer en el fatalismo y sin desesperar del evangelio, del don de Dios.
Hemos de ventilar nuestras vidas para eliminar tanto polvo que nos vacía u oculta la esperanza. Cuando nos dejamos dominar por el desencanto, el pesimismo o la resignación, nos incapacitamos para transformar el mundo y renovar la Iglesia. Y no nos fiamos de Dios. Marcuse decía que «la esperanza sólo se la merecen los que caminan». Yo diría que la esperanza cristiana sólo la conocen los que caminan tras los pasos de Jesús.
Caminan en la esperanza quienes, viviendo en medio del dolor o del fracaso, no dejan de hacer lo que sienten que pueden y tienen que entregar por los demás, a los demás y con los demás. Y saben que su entrega no será en vano para nadie, sean cuales sean los resultados tangibles.
La esperanza no viene de una seguridad doctrinal o legal que solo se preocupa de si está permitido o prohibido; o, esta doctrina es así y yo la digo así, luego tengo razón. Eso tiene que ver más con el legalismo y fariseísmo que con la paz del Señor, la serenidad profunda.
La esperanza se cultiva en la intimidad del alma, en lo hondo del ser donde nos encontramos con nosotros mismos y con Dios: ese encuentro es causa de una gran serenidad y paz, incluso alegría. Y origen de una vida constructora de esperanza.[1]
“No podemos confundir la esperanza con la ingenuidad infantil o con una piedad desencarnada o sentimental o con un simple talante optimista o con una mera actitud positiva sin fundamento. Lo que debe en un adulto morir para que pueda nacer en él la verdadera esperanza es precisamente la piedad edulcorada y la devoción pueril. Por eso, no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación… Hermana, hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la esperanza, no te rindas: Dios es más grande. Ánimo, con Dios nada está perdido”[2].
La esperanza tampoco es una varita mágica que cambia todo de repente. Estamos en tiempo de esperanza en la Diócesis de Tarazona. Se llama Vicente, el Espíritu, la Iglesia, nos lo han enviado. Un tiempo de esperanza que debe arrinconar el fatalismo, el desencanto, el pesimismo o la resignación, la ingenuidad infantil o una piedad desencarnada y sentimental o el ‘siempre se ha hecho así’. Y no podremos identificar la esperanza con un simple talante optimista o con una mera ilusión ingenua, sin fundamento, o con una piedad edulcorada o una devoción pueril.
La esperanza es confianza en Dios y en los seres humanos. Es trabajo, compromiso. Es no al carrerismo ni a ‘ganarme’ al que manda. Es trabajar por la unión, por ‘eso’ que llaman fraternidad ‘sacerdotal, religiosa o laical’, pero que a veces no se sabe dónde vive. Es entusiasmarse por acercarse al pueblo santo de Dios. Es formarse, abrirse, actualizarse con corazón en el juicio sobre el mundo, en el que habita el Espíritu Santo. Es estar al día en los avances de la teología en diálogo con el mundo de hoy, no con el de ayer. Es ‘celebrar’ la Eucaristía, no ‘decirla’ o ‘hacerla’ o ‘ritualismo’ mecánico. Es ‘renovarse’, ‘actualizarse, ‘unirse’, ‘caminar juntos’ -sinodalizarnos sin retintín-, ‘trabajar juntos’, ‘querernos un poco más presbíteros, religiosas, laicos’, amar cada vez más esta “porción del Pueblo de Dios” (Vat II. ChD 11a)., que se llama Diócesis de Tarazona
“Recordemos que nunca hay que responder a preguntas que nadie se hace” (Francisco EG 135). “Quienes están comprometidos en la acción pastoral no pueden «equivocarse de siglo». “Me espanta –dijo el P. Arrupe– que podamos dar respuestas de ayer a los problemas de mañana”. (Miércoles 14 septiembre).
Es tiempo de esperanza. Siempre hay a nuestro alrededor algo nuevo, bueno, bello que viene de Dios y de los seres humanos. Siempre, ayer y hoy y mañana. “La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”. No defraudemos nosotros a la esperanza que se nos ha dado.
[1] Párrafos, estos últimos, inspirados en Mensaje a los Amigos del Desierto a propósito de la pandemia del coronavirus. PABLO D’ORS. Religión Digital – 17.03.2020
[2] Francisco. Vigilia Pascual 11 abril 2020.