Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del Domingo XXIV del tiempo ordinario
De la llamada a tentarnos la ropa, que se nos hizo el anterior domingo, hemos pasado hoy a un mensaje de misericordia, ilustrado nada menos que con tres parábolas muy conocidas: las de la moneda y la oveja perdidas, y la del hijo “perdido”, que se fue de casa (Lc 15, 1-32). ¿Es que Jesús ha querido compensar con este evangelio su dureza del domingo pasado?
– Llevas una pregunta grabada en la cara -me ha soltado por todo saludo-. Dímela ya.
– No se te ocultan mis pensamientos -le he respondido mientras llamaba la atención del camarero-. Pues sí; tengo la impresión de que hoy has querido tranquilizarnos. ¿Me equivoco?
– De medio a medio -ha murmurado sonriente mientras ocupábamos una mesa libre-. Si lo dices porque en el evangelio anterior os hablé de llevar la cruz y de renunciar a los bienes, y hoy he mostrado lo misericordioso que es el Padre con los pecadores, tengo que decirte que no pretendo compensar lo del domingo pasado, porque no son dos mensajes contradictorios.
– Pues ésa es la sensación que me producen tus palabras -he replicado agitando mi taza de café para evitar mirarle a la cara-.
– Ya veo que tenemos que hablar de algo que nunca os queda claro. El perdón no es como una bula para seguir ninguneando al Padre y haciendo sufrir a los demás. El perdón es la respuesta que el Padre da a quien se siente abrumado por el peso de su avaricia, de su egoísmo, de su mala cabeza o del atractivo del placer…, y se siente perdido, porque no logra salir del círculo en el que se encuentra atrapado. La pobre mujer que vivía con lo justo y perdió una moneda estaba angustiada; el joven que reclamó la herencia y se fue de casa probó la amargura del círculo infernal en el que se había metido y soñaba con ser un jornalero, pero dudaba de que su padre quisiera contratarlo, pues tenía motivos sobrados para echarlo con cajas destempladas. Con las tres parábolas quise deciros que el Padre es tan misericordioso que acoge como a un hijo al que vuelve a casa, y que busca, sin escatimar esfuerzos, al que se ha perdido. Ni a la oveja, que se apartó del rebaño, ni al hijo, que se fue de casa, aquella aventura les satisfizo y no estaban dispuestos a repetirla…
– ¿Y si la repetían? Porque la fragilidad de nuestra condición humana juega contra nuestros buenos propósitos -he dicho pensativo-.
– Pues, para esa situación el Espíritu, después de enumerar todo lo bueno que el Padre había hecho con aquel pueblo ”de dura cerviz”, inspiró a los buenos creyentes el estribillo del Salmo 136: «… porque su amor no tiene fin». Mi Vicario, Francisco, os dijo en su primer Ángelus: “Dios no se cansa jamás de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”. El perdón no es tener bula para seguir pecando, pues se os caería la cara de vergüenza…
– ¿Y dónde queda entonces la justicia? -he replicado con preocupación-.
– En el corazón de mi Padre, la justicia y la misericordia se dan la mano. Uno de vuestros teólogos ha escrito: “en su misericordia, Dios refrena más bien su justa ira; más aún, él mismo se retira, se repliega. Esto lo hace para dar al hombre la oportunidad de convertirse”. Esto era lo que los fariseos no entendían: que el Padre mostrara benevolencia hacia los pecadores, siendo que ellos cumplían la Ley escrupulosamente y los pecadores no. Pero ¿recuerdas cómo el padre persuadió al hijo mayor, que no quería participar en la fiesta?
– Sí -he repetido de memoria-: «Deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado», le dijo.
– Pues aplícate el cuento -me ha respondido mientras nos acercábamos a la puerta-.