La juventud es una de las épocas más transcendentales de la vida. Uno se siente repleto de fuerzas e ilusión para acometer su proyecto de vida, que tiene varias vertientes: personal, familiar, profesional… Proyectos e ilusiones que se agolpan en la mente y en el corazón y que toca seleccionar y ordenar por importancia, de acuerdo con nuestra escala de valores. Saber la meta a la que se quiere llegar en la vida es esencial para elegir el camino correcto. Si no hay un planteamiento de la meta o ésta es muy difusa, cualquier camino es válido y se corre el riesgo de perderse.
Todos esos proyectos se resumen en la aspiración de ser feliz, el deseo de amar y ser amado y de serlo con un amor de calidad. Esto está en la naturaleza humana y, desde luego, está en los jóvenes de hoy. Pero estos jóvenes se sienten arrollados por una vida vertiginosa que les impide muchas veces pensar hacia que meta se dirigen y que camino les conducirá a ella. La llamada del amor aparece en ésta época de la vida y con frecuencia se ve envuelta en la «fiebre de la prisa por vivir», la inmediatez, la impaciencia por conseguir lo que se quiere ya y ahora. Esto lleva a quemar etapas viviendo relaciones amorosas poco acordes con las leyes del amor y con la dignidad de la persona.
Vivir el noviazgo con intensidad debe significar conocer a la persona en sus ambiciones más íntimas, en su idea de la vida y de la muerte, de la familia, del trabajo, de la fe…y eso se consigue con el trato y, fundamentalmente con el diálogo. El conocimiento del otro en el noviazgo no exige relaciones íntimas que son propias del matrimonio. Es más, dichas relaciones impiden el verdadero conocimiento al colocarse en primer plano casi de un modo inconsciente bloqueando un conocimiento tranquilo y sosegado de la personalidad del otro y suponen una pérdida de libertad para poder decidir en un momento concreto si se sigue adelante o no con esa relación. Anticipar este aspecto de entrega corporal, no se corresponde con la situación real de la pareja, pues sin compromiso de vida presente y futura (que eso es el matrimonio), la entrega del cuerpo queda desgajada de la entrega del alma y habla un lenguaje distinto y desquiciante.
Muchos jóvenes que mantienen este tipo de relaciones en el noviazgo lo hacen porque todos lo hacen y es difícil sustraerse a la presión ambiental. Por eso es importante que entiendan lo que se juegan con ello. Y por eso hay países como EEUU donde han resurgido con fuerza grupos de jóvenes con valores que ponen en alza «el valor de la espera», la importancia de llegar al matrimonio, enteros de alma y cuerpo, para entregarlo en el marco del compromiso.
Y esto lo dicen con fuerza jóvenes cristianos y no cristianos, basados en la realidad de las cosas, reconociendo la importancia del lenguaje corporal, que debe ir a una con el lenguaje del alma. Los jóvenes católicos tienen además la luz de la fe y del magisterio de la Iglesia para reconocer en sí mismos y en el otro, la gran dignidad a la que han sido llamados. Saben que el cuerpo es templo del Espíritu Santo, solo hay que escucharla y no dejarse llevar de falsos cantos de sirena que sólo llevan a la cosificación de las personas en la búsqueda del placer momentáneo y al hastío.