Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del Domingo XVIII del tiempo ordinario.
Dicen los entendidos que, entre los judíos, era normal que el hijo mayor de una familia de dos hermanos recibiera los dos tercios de las posesiones paternas. También en nuestros pueblos existen costumbres parecidas, que han tenido fuerza de ley. Pero lo que hoy me importa es la respuesta que Jesús dio a uno que quería que mediase ante su hermano para que repartiese la herencia como debía (Lc 12, 13-21). ¿Por qué no quiso hacer de mediador?
– ¿Qué me quieres preguntar? -me ha dicho, nada más ver el ceño fruncido de mi cara-.
– Pues, algo elemental -he respondido, yendo con los cafés en las manos hacia una mesa-: ¿Por qué no echaste una mano a aquel pobre hombre que sufría la avaricia de su hermano?
– Porque yo no era el juez de aquel pleito. Eso era tarea de los doctores de la Ley, y nadie me había nombrado árbitro entre ellos -me ha dicho mientras terminaba de disolver el azucarillo en su café-. Además, no es justo que digas que no eché una mano al hermano defraudado.
– ¡Tú dirás! -he exclamado sin pensarlo dos veces-. El hermano te pide ayuda para hacerse con la parte de la herencia que le corresponde y tú miras hacia otro lado.
– ¡Y miraba hacia otro lado! Hacia el que ninguno de los presentes quería ver -me ha respondido después de tomar un sorbo de café-. Todos estaban pendientes de saber cómo se iba a resolver la disputa entre los dos hermanos y cada cual andaba pensando en cómo incrementar sus propios bienes, ¡igual que ahora: como si les fuera en ello la vida! Era necesario hacerles mirar hacia el lado que ha dicho el Predicador en la primera lectura: «Todo es vanidad. ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?»
– No me querrás decir que un hombre tan pesimista como fue aquel Qohélet o Predicador tiene algo que enseñarnos -le he recordado.
– Pues os enseña a relativizar vuestras ambiciones. Ahí es a donde quise llegar con la parábola que propuse después de decirles con toda la seriedad de la que fui capaz: «Guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes», Y pienso que, con la parábola, lo entendieron.
– La recuerdo perfectamente -he dicho cogiendo la taza de café en mis manos-. Es una parábola muy acertada para caer en la cuenta de lo inútil que es el dinero en algunas ocasiones: aquel terrateniente se sentía seguro y feliz, porque tenía sus graneros llenos a rebosar, y murió aquella noche sin haber disfrutado de sus bienes. ¡También es mala suerte!
– No te equivoques, amigo -me ha dicho mirándome a los ojos-, no es cosa de la suerte: vivir es un milagro que deberíais agradecer cada día. ¿No era más urgente hacerles recapacitar sobre los peligros de la avaricia que repartir la herencia entre los dos hermanos?
– Ten paciencia conmigo -le he dicho poniendo mi mano sobre su brazo-. Tenemos que servirnos cada día del dinero y es natural que tengamos miedo de que nos falte.
– Pero una cosa es serviros del dinero y otra servir al dinero, y muchos lo buscan y lo adoran como si fuera Dios. La maldad de la avaricia es que llega a ser idolatría, porque sustituye al Padre.
– ¿Por eso concluiste diciendo: «Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios»?
– Por eso mismo -me ha dicho rebuscando unas monedas para pagar los cafés-.