Opinión

Jesús Moreno

A pie de calle

Yo me quejo; tú te…

8 de junio de 2022

Quejarse. ¡Qué ejercicio, qué actividad tan frecuente! ¡Qué inútil! ¡Cuánta amargura aporta a la vida personal y a la de quienes nos rodean! Quejarse de todo y de todos.

            Hay una ‘queja’ necesaria. Cuando no son respetados derechos fundamentales: al trabajo digno y dignificador, a la igualdad ante la ley, a la vida digna y a la por nacer, a la libertad religiosa o de prensa, etc… Y exigimos su respeto en manifiestos, huelgas no violentas y sin víctimas inocentes, en manifestaciones… No hablamos de estas quejas que, probablemente y de modo siempre respetuoso, quizás deberíamos activar un poco más. Para no ser ciudadanos despistados, controlados, dominados No hablamos de las quejas ’justas y pacíficas’ y, con frecuencia, necesarias. Una sociedad callada es una sociedad sometida que olvida a las víctimas y da cancha libre a todo tipo de poder (político, económico, social, religioso…) para que pueda ser impositivo, dictatorial o que defina lo ‘políticamente correcto’, lo que hay que pensar, decir y obrar. La uniformidad de un desfile.

            Hablo de la queja triste y pesimista, derrotista, sin horizonte ni alegría. La que solo ve el mal que hay a su alrededor y en el mundo. La queja que solo sirve para autoalimentarse y ampliarse de modo inútil e incluso malsano. La queja que no construye nada, sino que cultiva desesperanza.

            La queja del cristiano porque la fe se arrincona, se olvida, se ridiculiza… El mayor, el ‘viejo’, que declara que la juventud está perdida. El joven que ‘pasa’ del viejo pelmazo y lo olvida. El que dice que no se le reconocen sus valores. El que deja que crezca en él la tristeza, el pesimismo, la amargura porque solo tiene ojos para lo negativo.

            Y los que no se quejan de nada porque no se abren a la realidad que les rodea y están encerrados en su narcisismo egoísta. El que anda caliente mientras en el mundo, y a su alrededor, otros mueren de frío. Estos no se quejan porque no tienen ojos para ver más allá de sí mismos. En todo caso, se quejan porque no pueden divertirse más y por las consecuencias de tener que vivir en relación con los demás. Relación que pide un cierto límite a una libertad desbocada.

            – Quejas necesarias ante la injusticia y el desajuste de esta sociedad y que, organizadas firme y respetuosamente, buscan construir algo nuevo y mejor. Quejas que van más allá de lo que a pie de calle llamamos ¿quejas’.

– La no queja del que todo le va bien, pero que se convierte en queja cuando algo se le tuerce.

– La queja del pesimista, que solo descubre negatividad a su alrededor y en la consideración de su persona por parte de los otros. La queja egoísta que no suele responder a la realidad. Es la queja a olvidar, a superar, a vencer.

Multitud de quejas.

            Lo más triste sucede cuando se apodera de una persona, en lo profundo de su ser y de su actitud ante la vida, el ‘espíritu de queja’. Que no nos deja ser realistas, serenamente realistas, conscientemente realistas y esperanzados.

“Cuando veas que la amargura, el pesimismo y los pensamientos tristes se agitan dentro de ti, —¡cuántas veces nosotros hemos caído en esto! —, cuando suceden estas cosas es bueno saber que eso nunca viene del Espíritu Santo. Nunca las amarguras, el pesimismo, los pensamientos tristes vienen del Espíritu Santo. Vienen del mal, que se siente cómodo en la negatividad y usa a menudo esta estrategia: alimenta la impaciencia, el victimismo, hace sentir la necesidad de autocompadecernos. Qué malo es este autocompadecernos, con él viene la necesidad de reaccionar a los problemas criticando, y echando toda la culpa a los demás. Nos vuelve nerviosos, desconfiados y quejosos”. En este párrafo de la homilía del Papa Francisco en Pentecostés (5 junio 22) está el origen de mi reflexión de hoy. Ese ‘mal’ del que proviene lo que llamo ‘espíritu de queja´ tiene, muchas veces, causas psicológicas. No es siempre un ‘mal moral’, un pecado. Sí un desvío o camino equivocado que no lleva a ninguna buena meta.

Aunque las consecuencias sean realmente tristes: “La queja es el lenguaje del espíritu del mal, que nos lleva a lamentarnos, nos entristece y nos contagia de un espíritu de cortejo fúnebre. Las quejas”.

Este ‘espíritu de cortejo fúnebre’ (frase del estilo bergogliano) comienza a ser vencido cuando cambiamos de gafas. Quitarnos las oscuras del cortejo fúnebre y mirar con los ojos limpios y sanos que descubren y contemplan todos los colores que nos rodean y hacen la realidad. Contemplar para disfrutar, agradecer y cultivar lo mucho bello que hay en nosotros, en el de al lado, en el mundo. Para empeñarnos con esperanza en vencer lo vencible, asumir lo que no podamos cambiar, mejorar, cultivar y expandir lo mucho bueno que tocamos con las manos.

La queja por la queja no tiene salida, nos entristece, exagera lo negativo y prácticamente niega lo bello y positivo. Obstaculiza la felicidad posible, la personal y la de al lado.

Nuestra misión, nuestra relación positiva con los demás y nuestro sano amor propio nos piden llevar “esperanza y alegría a quienes encontremos, no quejas; no envidiando nunca a los demás, ¡nunca!” (Francisco).

            El ‘espíritu de esperanza y alegría’, de la ‘no queja’, en definitiva y en fe cristiana “El Espíritu Santo nos lleva a amar el aquí y el ahora, en concreto, no un mundo ideal, ni una Iglesia ideal, ni una congregación religiosa ideal, sino la realidad, a la luz del sol, en la transparencia y la sencillez”. (Francisco)

            Y siempre escuchando los gritos, las quejas, los lamentos, los silencios, porque ya no saben ni quejarse, de los maltratados por la injusticia de los demás. Se les acabó o les hemos robado hasta la posibilidad de la queja.

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