¿Quién no ha tenido miedo alguna vez en su vida? El miedo, querámoslo o no, forma parte de la condición humana por antonomasia. El problema no es su existencia o su ausencia, sino el darle nombre e identificarlo en lo más profundo de nuestro ser. ¡Cuántas veces hemos querido “enmascarar” nuestros miedos por pánico, por vergüenza o por orgullo!; y, al final, siempre –de una u otra manera- ha terminado por aparecer en nuestras vidas… Es difícil controlar el miedo, “sujetarlo”, canalizarlo, sublimarlo, integrarlo… Parece que quiere vivir nuestras emociones y sentimientos, nuestros planes y proyectos, nuestras alegrías y felicidades… ¿Por qué no somos capaces de vivir sin miedo?
Cuando estamos inmersos en un problema, el miedo lo acentúa y lo engrandece; cuando la felicidad llama a nuestra puerta, tenemos la tentación de pensar que esta va a ser efímera y, entonces, aparece “él” (el miedo) para recordarnos que siempre estará presente en nuestros corazones.
Siempre he pensado que Jesús sabía, desde el comienzo, que este iba a ser uno de los sufrimientos – y pecado- más importantes de sus seguidores; de ahí sus palabras de paz y de consuelo cuando veía aparecer el miedo en el rostro de sus amigos y seguidores: “No tengáis miedo, yo estaré con vosotros siempre” o “Que la Paz esté con vosotros”.
¡Qué difícil nos resulta confesar el miedo en nuestras vidas, hablar de él, ponerle rostro y medida, reconocer que su acción “nos bloquea”, nos impide avanzar y vivir con esperanza, afectando incluso a nuestra propia dimensión espiritual!
El miedo no es una experiencia acotada a la edad infantil, va más allá y tenemos la obligación moral de reconocerlo y transformarlo en una oportunidad de conocimiento y crecimiento personal, para así poder llevar a cabo con más fidelidad y pasión el proyecto –personal y comunitario– de Jesucristo para nuestro mundo.
Una tentación muy presente en nuestra vida –y, en este tiempo de Cuaresma, no está de más confesarla- es la tendencia a “ocultar” nuestros miedos con toda clase de seguridades (económicas, profesionales, afectivas, de salud, ocio, etc.). Quien es capaz de presentar su vida según los cánones de felicidad que demanda la sociedad de consumo en la que se encuentran los habitantes del Primer Mundo, no tienen nada que temer. ¿O quizás sí?
¿Qué ocurre cuando estas seguridades desaparecen, “se caen” o nos las quitan? Entonces, tenemos que “repensar” nuestras opciones y los pilares donde asentar lo que somos y a lo que Dios nos ha llamado a ser en esta vida. Afrontar nuestros miedos cara a cara, con valentía, con paz, con fe, sabiendo que será una larga y ardua batalla, donde siempre contaremos con la inestimable presencia de Aquel que nunca dejó de querernos, de apoyarnos y de dar su vida por Amor a cada uno de nosotros.
El miedo, como la cruz, puede ser un instrumento de muerte o de Vida… ¡Tú decides!