Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del IV Domingo de Pascua
Aunque el fragmento del Evangelio de Juan que hoy se ha leído en la Misa es breve (Jn 10, 27-30), forma parte una larga disputa sobre su identidad, que Jesús mantuvo con los judíos durante la fiesta de la Dedicación. Sus oponentes de nuevo intentaron zanjar las diferencias de opinión apedreándolo como blasfemo, porque les había dicho: «El Padre y yo somos una sola cosa». Pocos años después, Pablo y Bernabé fueron acosados por los judíos de Antioquía de Pisidia, al ver el éxito de su predicación y les obligaron a marcharse, según narran los Hechos de los Apóstoles. Hoy se ha leído en la primera lectura (Hch 13, 14. 43-52). Con estas cartas en la mano, he arrancado la tertulia:
– Ya ves que la historia se repite. A ti quisieron apedrearte en Jerusalén, y en Antioquía de Pisidia movilizaron a las fuerzas vivas para que expulsaran a los que les anunciaban la Palabra de Dios, que tú eres… -he dicho entre dientes mientras llevábamos los cafés a una mesa-.
– ¿De qué te sorprendes? Ya dije «No está el discípulo por encima de su maestro. Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos!» -me ha respondido con calma y tristeza-. ¿Es que no te haces a la idea de lo arriesgado que es seguir mis pasos?
– Sí; lo es. El catálogo de mártires cristianos es abultado -he añadido después de dejar la taza sobre la mesa-, y nunca estamos preparados para afrontar, no ya el martirio, sino una simple contradicción por ser justos, por ser buena gente o por ser cristianos…
– Es natural -me ha respondido con un suspiro-. A mí también se me hizo cuesta arriba. ¿No recuerdas mi oración en Getsemaní la noche en la que Judas me entregó? Menos mal que en esos momentos cruciales contamos con la oración y la cercanía del Padre que conforta mucho.
– Y con tu presencia y tus palabras -he añadido-. Precisamente hoy, en el evangelio se han leído algunas de esas palabras tuyas que resultan estimulantes.
– ¿A cuáles te refieres? -ha dicho mientras me ha parecido adivinar en su mirada una pizca de curiosidad-.
– Pues a la frase con la que hoy se iniciaba el evangelio: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy vida eterna» -he recitado de memoria-. Son tan hermosas que siempre las recuerdo…
Jesús se ha quedado en silencio, visiblemente emocionado, ha apurado su café y me ha dicho mirándome a los ojos:
– Sólo por eso que acabas de decir me hubiera merecido la pena venir a éste, que vosotros llamáis, “valle de lágrimas”. ¿Recuerdas lo que dije a un fariseo importante y, a pesar de todo, buena persona?
– ¿Te refieres a Nicodemo, el que fue a hablar contigo por la noche para que no se enterasen sus colegas?
– Sí; y el que criticó en el Sanedrín la actitud de la mayoría conmigo, y el que aportó una mezcla de cien libras (unos treinta kilos de vuestras pesas y medidas) de mirra y áloe, que costaban un “pastón”, para mi sepultura… En aquella conversación nocturna le dije: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna». Esto es lo que el Padre y yo queremos: ¡que nadie perezca! y para conseguirlo hacen falta evangelizadores. Por cierto, hoy es la Jornada de Oración por las Vocaciones. ¿Ya ruegas al dueño de la mies que envíe obreros a su mies? -ha dicho poniéndose en pie para salir-.