Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del Domingo de Pascua
Hoy no he tomado el café con Jesús. A esta hora, él está demasiado solicitado por las gentes de mi ciudad, que lo sacan en procesión para visualizar el encuentro con su madre. Aunque no haya quedado reseñada en los evangelios, nadie duda de que ésta fue su primera aparición una vez resucitado. El párroco, con una lógica elemental e irrebatible, ha dicho que tuvo que ser ella la primera a quien se mostró vivo y glorioso: la mujer que lo llevó en su seno y lo acompañó, con lágrimas y firmeza, al pie de la cruz. Cuando las imágenes del Resucitado y de su Madre queden frente a frente, se desprenderá el negro manto de los hombros de la Virgen y aparecerá con un blanco y brillante manto de gloria.
Pero no he renunciado al reconfortante café matutino, que hoy más que nunca necesito. Me las he arreglado para invitar a dos discípulos que protagonizaron otro de los primeros encuentros del Resucitado según el evangelista san Lucas (Lc 24, 13-35), y se proclamará en la misa vespertina. Uno de ellos responde al nombre de Cleofás y del otro no me consta su nombre. No formaban parte del grupo de los Doce (de momento eran Once por la defección de Judas), pero eran del círculo de los que esperaban que Jesús fuera el liberador de Israel. Se marchaban a una aldea que llaman Emaús (ahora El-qubebe), once kilómetros al noroeste de Jerusalén, y estaban desolados y decepcionados. Después de su encuentro con el Resucitado, se volvieron a toda prisa a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once, que les dijeron: “¡Es verdad!” “¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!”
He pedido tres cafés y les he soltado la primera pregunta que me quemaba en los labios:
– ¿Cómo fue posible que no reconocierais a Jesús cuando se unió a vosotros en el camino?
– También nosotros nos lo preguntamos aquella misma noche en cuanto él desapareció de la casa -ha respondido Cleofás, que estaba ansioso por hablar-.
– Lo que paso con Jesús nos dejó atolondrados -ha añadido el otro, que parecía más sereno-. No sé si tú has vivido algo semejante. ¿Sabes qué se siente cuando se te caen por tierra todas las expectativas en las que habías confiado?
Cleofás terminó de tomar un sorbo de café e intervino:
– Estábamos seguros de que Jesús era el Mesías. Nadie hablaba ni se comportaba como él. Confiábamos en que Dios intervendría para librarlo de las manos de nuestros jefes y de los romanos. Pero, cuando nuestros jefes le atormentaban diciendo: “baja de la cruz y creeremos en ti”, Dios no hizo nada. Pensamos que había sido una ocasión perdida para reivindicar al Justo perseguido y nos dejó desconcertados. ¡Nos habíamos equivocado!
– Esta sensación de fracaso nubló nuestro corazón y nuestros ojos -ha dicho el otro-. Así se lo dijimos en la larga conversación que mantuvimos con él por el camino. Y nos llamó insensatos y torpes de corazón; nos citó pasajes de las Escrituras que habíamos pasado por alto y, al oírlo hablar, parecía que se alumbraba una luz en el corazón, pero nuestra decepción había sido demasiado fuerte para reconocer enseguida al que teníamos delante.
– Sólo cuando, en la cena, partió el pan y desapareció se nos abrieron los ojos -terció Cleofás- y salimos corriendo hacia Jerusalén. El resto ya lo conoces.
– O sea -he concluido-, que teníais embotado el corazón por las equivocadas previsiones que os habíais hecho sobre Dios y su Mesías. Esto os impidió reconocerlo.
– Exacto -han dicho los dos al unísono-. Para creer hay que tener el corazón abierto a la novedad que es Dios. ¡Muchas gracias por el café! Estaba muy rico.