Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del V Domingo de Cuaresma
La liturgia vuelve a recordarnos que Dios no se cansa de perdonar. En el domingo pasado se nos recordó la parábola del “padre bueno”; hoy, en una escena de alta tensión emocional, el evangelio nos presenta a Jesús dando una nueva oportunidad a una mujer adúltera (Jn 8, 1-11). ¿Por qué se nos dice, con tanta insistencia, que Dios siempre está abierto al perdón? Ahora mismo se lo pregunto a Jesús, que ya lo veo en la puerta de la cafetería.
– Me imagino lo que te ronda por la cabeza -me ha dicho anticipándose a mis preguntas-. Dos evangelios seguidos diciendo que el Padre siempre perdona te dan qué pensar, ¿no es así?
– Pues sí; me parecen un poco reiterativos. ¿Tan reacios somos a pedir perdón como para que se nos insista una y otra vez en que lo hagamos? -he dicho entre dientes después de acercar los cafés que ya estaban sobre la barra-.
– Los evangelistas sólo dejaron constancia de lo que ocurría: mis acusadores miraban con lupa mi comportamiento con los pecadores. Unas veces acosaron a mis discípulos preguntándoles por qué comía con los recaudadores, otras, murmuraron y criticaron que perdonase a la gente pecadora, y hasta me tendieron una trampa como en el evangelio de hoy. ¿No es mucho insistir? -ha respondido pacientemente y tomando un sorbo de café-.
– Es verdad -he reconocido convencido-. No sé por qué se me ocurren esas tonterías que digo. Además, con lo de la mujer adúltera, dejaron ver su mala baba.
– No juzguéis y no seréis juzgados -me ha dicho moviendo amistosamente la cabeza-. Es lo que también quise dejar claro en aquella ocasión delante de la pobre mujer a la que me pedían que condenara.
– Por cierto, ¿qué escribías con el dedo en el suelo mientras reclamaban que respondieras?
– Fue un gesto simbólico -me ha dicho amablemente-. El profeta Jeremías había dicho: “quienes de ti se apartan serán escritos en tierra”, aludiendo a que los que se apartan del Señor serán borrados de la vida como el viento borra lo escrito sobre el polvo del camino. Y como parecían no entender, porque insistían en preguntar ¿tú qué dices?, añadí: “El que esté sin pecado que le tire la primera piedra”. Ellos sabían, porque eran letrados y fariseos, que, en los casos de lapidación, los primeros testigos tenían el derecho de tirar la primera pedrada, pero con ello asumían también la plena responsabilidad de la ejecución, y ésta sólo podía asumirla quien se sabía libre de cualquier pecado.
– Ya veo -he dicho con la taza en la mano-. Por eso fueron escabulléndose uno tras otro empezando por los más viejos…
– ¿Comprendes ahora que no está de más el que Dios se muestre una y otra vez dispuesto al perdón y a daros una nueva oportunidad? -ha concluido con una sonrisa que infundía paz en el alma-.
– Aquella mujer debió respirar aliviada al ver que sus acusadores habían desaparecido. Supongo que te quedó eternamente agradecida -he añadido mientras apuraba mi taza de café-.
– Así fue. Dios quiera que también vosotros agradezcáis como el Padre desea el perdón que os otorga: haciendo todo lo que podáis para no pecar y evitando una tentación que siempre os persigue: la de juzgar a los demás. Eso era lo que estaban haciendo los letrados y fariseos al traerme a aquella adúltera, sin tener en cuenta que ellos también tenían de qué arrepentirse. ¿Nos vamos?