Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del IV Domingo de Cuaresma
El párroco nos ha recordado que el papa Francisco, a propósito de la parábola del evangelio de hoy (Lc 15, 1-3. 11-32), dijo: “Dios no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”. Me parece una frase ingeniosa, pero peligrosa. Somos tan egoístas que podríamos aprovecharnos de un perdón sin condiciones. ¿Opina Jesús como Francisco o es el Papa quien lleva demasiado lejos la parábola de Jesús?
– Otra vez te veo impaciente -me ha dicho al saludarme-. ¿Qué te preocupa hoy?
– Pues que la parábola del “hijo pródigo” es muy bonita, pero puede malinterpretarse -le he respondido mientras entrábamos y nos acomodábamos en un rincón-.
Jesús se me ha adelantado a recoger nuestros cafés matutinos diciendo:
– ¿Lo dices porque el ‘padre’ perdonó al menor de sus hijos sin pasarle factura?
– Por eso y por la explicación que hizo tu Vicario -he respondido con el gesto preocupado-. Está bien para la gente de buen corazón, pero hay mucho desconsiderado suelto por ahí que podría aprovechar tu enseñanza para campar a sus anchas. ¿No te das cuenta?
– ¿Y si te dijera que te pareces a los fariseos y letrados que criticaban el que acogiera a los pecadores y comiera con ellos? Pero no voy a hacerlo -me ha tranquilizado-, tú mismo puedes sacar las consecuencias de mi parábola. ¿Qué te preocupa, que el hijo menor vuelva a irse de casa? ¿Después de trabajar de porquerizo, olvidará lo bien que se está en casa con su padre?
– Pues, ¿qué quieres que te diga? Siempre hay desconsiderados que vuelven sobre sus pasos y necesitan una azotaina para que recapaciten -he dicho sin decidirme a dar el brazo a torcer-.
– Esos no piden el perdón en serio -me ha vuelto a advertir-, porque seguramente no se han percatado todavía de lo desgraciados que son y del daño que han hecho. El muchacho de la parábola lo perdió todo, pasó hambre y recapacitó qué mal se había portado con su padre, al reclamarle la parte de la herencia que no le correspondería hasta que muriese el padre. Con dolor se dio cuenta de que había deseado la muerte de su padre para terminar dilapidándolo todo y convirtiéndose en un desgraciado. Cuando decidió volver a casa, estaba arrepentido y decidido a cambiar de vida. ¿O no?
– Sí; claro está que en esas circunstancias…, pero ¡cuántas veces pedimos perdón como quien se bebe un vaso de agua! -me he defendido, sin decidirme a ceder-.
– Ya veo -me ha dicho apurando su café- que el síndrome del ‘hermano mayor’ sigue sembrando la desconfianza en vosotros. Es el riesgo que tenéis la gente buena: os habéis portado bien y no os gusta que quienes no han hecho los mismo esfuerzos y sacrificios que vosotros puedan disfrutar, como vosotros, del aprecio del Padre. En el fondo, es lo que les pasaba a aquellos “justos” que me criticaban porque buscaba a los perdidos, y lo que sentía el hermano mayor, que no apreciaba lo bueno que había sido para él estar siempre en la casa con su padre.
– Eso es lo que el padre le dijo, cuando el hijo mayor le reprochó no haber podido disponer de un cabrito para comerlo con sus amigos -he añadido dando la caída-…
– Exacto; que se diera cuenta de la suerte que tenía por haber estado siempre con su padre; y que, como él, debía alegrarse «porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado». Esto es lo que hace distinto al Padre de vosotros: que perdona, porque vivir reconciliados es mejor que cobrarse la factura.