El 12 de marzo de 1622 Gregorio XV canonizó a cuatro españoles: san Isidro, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y santa Teresa de Jesús, además del italiano san Felipe Neri. Una ocasión semejante, dejando aparte varios grupos de mártires, no se vivió en la Iglesia española hasta 2003, cuando san Juan Pablo II canonizó en Madrid a cinco compatriotas nuestros del siglo XX: san José María Rubio, santa Ángela de la Cruz, san Pedro Poveda, santa Genoveva Torres Morales y santa Maravillas de Jesús.
Este acontecimiento, lejano en el tiempo, nos tiene que servir de memoria agradecida por su vida, de petición de perdón por nuestras debilidades y de ayuda para avanzar en nuestro seguimiento como discípulos de Cristo. La Cuaresma es una invitación a volver nuestra mirada hacia el Señor, a examinar cómo es nuestro conocimiento de Dios, de nuestro prójimo y de nosotros mismos, lo que exige, ante todo, humildad, que es “andar en la verdad” (Sta. Teresa). Dios glorifica y enaltece a los humildes y la mayor muestra de ello es el poder compartir la vida eterna con Él, de poder habitar una de las muchas moradas del cielo que se nos han prometido.
Quienes han vivido esto con mayor radicalidad en la historia han sido los santos. A algunos de ellos la Iglesia los ha elevado a los altares. Su santidad reconocida nos indica cómo Dios riega la Iglesia con “vitalidad siempre nueva”, proporcionándonos un estímulo con su ejemplo y una ayuda a nuestra debilidad con su intercesión (prefacios I y II de los santos). Como otros lo fueron, también nosotros estamos llamados a serlo como nuestro Padre, Dios. Es bueno que consideremos el mandato de san Pedro, “poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección y haciendo esto no caeréis nunca” (2 Pe 1,10). No hay que tener miedo a aspirar a cosas grandes (“¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco o que santo Domingo?” se preguntaba san Ignacio, convaleciente de sus heridas en Pamplona), poniéndonos sinceramente cara a cara ante Dios, preguntándonos, como santa Teresa, “¿qué mandáis hacer de mí?, sin que nada nos turbe ni inquiete porque “solo Dios basta”.
En nuestra diócesis, este 12 de marzo en la Basílica del Pilar y convocados por la Compañía de Jesús, dentro de los actos organizados con motivo de los 500 años de la conversión de san Ignacio de Loyola, hemos tenido la oportunidad de dar gracias a Dios por el cuarto centenario de aquellas canonizaciones. Contemplar la grandeza de los santos y su estimulante ejemplo, seguro que nos impulsa en este tiempo de Cuaresma y nos ayuda a descubrir con audacia y valentía caminos de evangelización para hoy, como ellos supieron hacerlo en su momento. ¡Que su intercesión nos ayude e ilumine!